Hola, corazones.
Vengo todavía con la boca abierta y la lagrimilla (que yo soy muy sensiblón) asomando al borde del párpado. Y con la incredulidad en el corazón. Por eso hoy he tenido que buscar en Proverbia.net la frase-cita que me ayude a pasar este trago que me dio anoche el telediario (trago mayor, si cabe, que el disgusto que me llevé la semana pasada cuando, mientras planchaba y veía la tele a la vez, anunciaron en Madrid Directo que el espacio aéreo quedaba cerrado y que, como así fue, tenía que buscarme la vida y perder horas, dinero y sueño): la mejor representación de la seriedad, la reciedumbre, la sobriedad, la salud, la simpatía, la sencillez, la humildad y la nobleza en el deporte, ha sido detenida y puesta en libertad con cargos. Como dice Magdalena en La venganza de Don Mendo: «Heme quedado de estuco», de verdad.
«En el asombro hay siempre un elemento positivo de plegaria» (Gilbert Keith Chesterton).
Según la RAE, de quien esperamos pronto un nuevo presidente, asombro es «susto, espanto», pero también «gran admiración o extrañeza», e incluso la «Persona o cosa asombrosa».
Pues bien, si te llevas un susto que te espanta y a la vez te admira, o te extraña, estás, al mismo tiempo, haciendo un acto de plegaria, según al menos, el gran Gilberto Kiz (o Quiz). Partamos de la premisa de que la plegaria siempre es positiva. Un inciso: desear cosas malas a los controladores aéreos, a los maquinistas y taquilleros de MetroSauna, o incluso a los políticos no entra, desde mi punto de vista, en la categoría de plegaria, sino, más bien, en la de la maldición, y la maldición es precisamente lo contrario de la plegaria auténtica, que siempre es bendición (bene-dicere).
Con la positividad de la plegaria asumida, veamos qué nos sucede cuando nos damos un susto. Por ejemplo: estando solos en casa, de repente suena un estrépito de cacharros contra el suelo justo detrás de nosotros; respingamos, cerramos los ojos una micra de segundo y deseamos que lo que se está rompiendo no sea la sopera de Sevres ni el jarrón de Rosenthal, sino, como mucho, el duralex o el arcopal, y a continuación nos congratulamos de que ninguna esquirla se nos haya clavado en los gemelos. Hay plegaria.
Si nos espantamos («el espanto de mis conocidos», dice el salmo del Viernes Santo), por ejemplo, al oír en las noticias la mayor de las atrocidades sádicoviolentas, inmediatamente surge en nosotros, además del lógico cabreo contra el perpetrador de los hechos, a quien incluso llegaríamos a hacerle el mal que le dedicamos en nuestras maldiciones a distancia, una inmensa conmiseración y deseo de protección y de curación hacia la o las víctimas del suceso. Hay plegaria.
Si, al entrar en una iglesia franciscana portuense (prefiero portuense a portista, que también vale) nos admiramos hasta la médula gracias al artesonado y a los múltiples retablos barrocos de madera policromada y pan de oro que forran completamente las paredes del templo, disfrutamos profundamente de la belleza y la delicadeza de la obra, quizá lamentemos el contraste entre la riqueza que vemos y la pobreza que persiste, y en muchos casos compartimos la alabanza que la misma obra que contemplamos está expresando constantemente ante nosotros. Hay, evidentemente, plegaria.
Cuando, mientras escuchamos la televisión, una noticia provoca en nosotros un profundo rechazo por extrañeza, porque nos cuesta entender que una persona a quien hemos tenido siempre identificada con las más altas virtudes humanas haya sido repentinamente vinculada a la más baja de las prácticas posibles en su entorno, sentimos una incredulidad que nos lleva a desear que lo que oímos no sea verdad, que lo que estamos oyendo sea erróneo o, en caso contrario, sea menor de lo que ya nos cuentan. Y esperamos que la noticia no derrumbe completamente las expectativas, esperanzas e ilusiones de cientos, miles de personas que practican y mantienen viva la llama. Hay plegaria.
En fin, que no puede ser de otra manera. Don Gilberto tiene razón: en el asombro hay siempre un elemento positivo de plegaria. Y es eso, precisamente, lo que nos ayuda a sobrellevar el asombro que nos producen, de una u otra forma, tantas cosas, tanta personas, tantas acciones, tantos accidentes, tantos hechos, tantas noticias…
Vengo todavía con la boca abierta y la lagrimilla (que yo soy muy sensiblón) asomando al borde del párpado. Y con la incredulidad en el corazón. Por eso hoy he tenido que buscar en Proverbia.net la frase-cita que me ayude a pasar este trago que me dio anoche el telediario (trago mayor, si cabe, que el disgusto que me llevé la semana pasada cuando, mientras planchaba y veía la tele a la vez, anunciaron en Madrid Directo que el espacio aéreo quedaba cerrado y que, como así fue, tenía que buscarme la vida y perder horas, dinero y sueño): la mejor representación de la seriedad, la reciedumbre, la sobriedad, la salud, la simpatía, la sencillez, la humildad y la nobleza en el deporte, ha sido detenida y puesta en libertad con cargos. Como dice Magdalena en La venganza de Don Mendo: «Heme quedado de estuco», de verdad.
«En el asombro hay siempre un elemento positivo de plegaria» (Gilbert Keith Chesterton).
Según la RAE, de quien esperamos pronto un nuevo presidente, asombro es «susto, espanto», pero también «gran admiración o extrañeza», e incluso la «Persona o cosa asombrosa».
Pues bien, si te llevas un susto que te espanta y a la vez te admira, o te extraña, estás, al mismo tiempo, haciendo un acto de plegaria, según al menos, el gran Gilberto Kiz (o Quiz). Partamos de la premisa de que la plegaria siempre es positiva. Un inciso: desear cosas malas a los controladores aéreos, a los maquinistas y taquilleros de MetroSauna, o incluso a los políticos no entra, desde mi punto de vista, en la categoría de plegaria, sino, más bien, en la de la maldición, y la maldición es precisamente lo contrario de la plegaria auténtica, que siempre es bendición (bene-dicere).
Con la positividad de la plegaria asumida, veamos qué nos sucede cuando nos damos un susto. Por ejemplo: estando solos en casa, de repente suena un estrépito de cacharros contra el suelo justo detrás de nosotros; respingamos, cerramos los ojos una micra de segundo y deseamos que lo que se está rompiendo no sea la sopera de Sevres ni el jarrón de Rosenthal, sino, como mucho, el duralex o el arcopal, y a continuación nos congratulamos de que ninguna esquirla se nos haya clavado en los gemelos. Hay plegaria.
Si nos espantamos («el espanto de mis conocidos», dice el salmo del Viernes Santo), por ejemplo, al oír en las noticias la mayor de las atrocidades sádicoviolentas, inmediatamente surge en nosotros, además del lógico cabreo contra el perpetrador de los hechos, a quien incluso llegaríamos a hacerle el mal que le dedicamos en nuestras maldiciones a distancia, una inmensa conmiseración y deseo de protección y de curación hacia la o las víctimas del suceso. Hay plegaria.
Si, al entrar en una iglesia franciscana portuense (prefiero portuense a portista, que también vale) nos admiramos hasta la médula gracias al artesonado y a los múltiples retablos barrocos de madera policromada y pan de oro que forran completamente las paredes del templo, disfrutamos profundamente de la belleza y la delicadeza de la obra, quizá lamentemos el contraste entre la riqueza que vemos y la pobreza que persiste, y en muchos casos compartimos la alabanza que la misma obra que contemplamos está expresando constantemente ante nosotros. Hay, evidentemente, plegaria.
Cuando, mientras escuchamos la televisión, una noticia provoca en nosotros un profundo rechazo por extrañeza, porque nos cuesta entender que una persona a quien hemos tenido siempre identificada con las más altas virtudes humanas haya sido repentinamente vinculada a la más baja de las prácticas posibles en su entorno, sentimos una incredulidad que nos lleva a desear que lo que oímos no sea verdad, que lo que estamos oyendo sea erróneo o, en caso contrario, sea menor de lo que ya nos cuentan. Y esperamos que la noticia no derrumbe completamente las expectativas, esperanzas e ilusiones de cientos, miles de personas que practican y mantienen viva la llama. Hay plegaria.
En fin, que no puede ser de otra manera. Don Gilberto tiene razón: en el asombro hay siempre un elemento positivo de plegaria. Y es eso, precisamente, lo que nos ayuda a sobrellevar el asombro que nos producen, de una u otra forma, tantas cosas, tanta personas, tantas acciones, tantos accidentes, tantos hechos, tantas noticias…
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