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No es sombrío el cementerio

Así se titula este poema que escribí ya hace muchos años y que hoy, día de difuntos, me ha permitido recordar muchas cosas.

Piedra y cemento,
granito y mármol,
verjas de hierro,
bronce pulido,
alabastro...
Flores marchitas,
polvorientas;
árboles viejos,
cansados;
césped, rosales,
crisantemos,
pensamientos...
Dolor, pasión, duelo,
también esperanza, consuelo.
Cruces, sudarios,
vírgenes,
ángeles...
Tumbas hermanadas.

He llegado al cementerio
rodeado de miradas,
escondido tras mis gafas
negras. Como mi corbata.
Todo era sombrío
a pesar del sol.
Al llegar ante el sepulcro
abierto,
me ha invadido el frío.
Los hombres se afanaban
por helar aún más la escena
con palabras y cemento.
Me ha fallado la fe:
no he podido rezar
y a Dios mismo le he gritado
sin palabras.
No he llorado.
Nada he dicho.
Nada.

Después he querido aislarme,
perdido
entre las tumbas.
Quería estar solo,
pero ellos, los muertos,
con sus nombres, borrosos,
grabados en las lápidas,
con sus estatuas,
con sus frases e inscripciones,
me han acompañado,
hermanando
en su silencio mi dolor.
Poco a poco
he enjugado el llanto
en el sudario pendiente
de una cruz despoblada.
Y las cintas blancas y moradas
de las coronas de flores
han llevado mi oración,
con el viento,
hacia el cielo.
Y me calentaba el sol.

Entonces he comprendido:
no es sombrío el cementerio.
Sólo es sombrío el entierro.

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