Es algo que me ocurre con cierta
frecuencia: cuando estoy estresado, nervioso, preocupado, cansado, asustado,
deprimido (y algún que otro estado más) en un grado mayor del que puedo
soportar sin quejarme [cosa que ocurre casi enseguida: en el grado cero coma
dos de la escala de Richter ya estoy protestando…], cuando estoy así, digo,
acudo a una tienda y me compro algo. O lo intento. Tengo varias opciones,
dependiendo de dicha escala: las colonias y las corbatas, que son productos a
las que no miro el precio, solo las compro cuando estoy a punto de beberme,
directamente en la jarra de la batidora, un gazpacho mezclado con barbitúricos…
Normalmente me conformo con una pulserita de a tres euros, una camiseta o una
camisa original (ponga usted las comillas a la palabra original). Me debe de
estar pasando esto mucho últimamente, porque llevo dos camisas así en las
últimas tres semanas. Quizá también se deba a que he pasado la temporada de
rebajas encerrado en casa, bien trabajando, bien intentando salir de la gripe o
dejar atrás la gastroenteritis que me ha devuelto a mi talla del año pasado, y
no he podido entregarme a la vorágine del consumo de prendas baratas.
Hay otra gente que hace otras
cosas para olvidarse de ese estado. Me refiero a ese estado que no alcanza a
ser preocupante, ese estado que no requiere cita con el psiquiatra ni una dosis
mayor de la habitual de confesionario, sino simplemente una terapia
autoinducida, de tipo casero, de aplicación sencilla y sin contraindicaciones
relevantes. Conozco una señora que cada vez que le pasa algo así se va a unos
grandes almacenes y se compra un pintalabios. Hubo una temporada en que podría
haber insonorizado una habitación con ellos, pero en circunstancias normales,
no era más de uno por estación del año. Hay otra gente que se calza unas
zapatillas y se echa a correr en inglés, que parece como más moderno y
positivante autoproclamarse ráner que trotón… Otros prefieren descalzarse y
sentarse en el sofá, con los ojos cerrados, los pies en alto, una humeante taza
de té en las manos y una apacible melodía debusiniana (o una birra y un
estrepitoso solo de guitarra eléctrica)… No discuto los métodos, pero todos lo
hacemos alguna vez. ¿A que sí?
Yo de todas formas no me permito
que esos arrebatos me duren demasiado: quiero decir, que una compra me vale,
que no es cuestión de pasar la tarde eligiendo o tirando de tarjeta en todos
los establecimientos de la Gran Vía. Y vuelvo enseguida a la realidad de mis
dedicaciones familiares, mis tareas domésticas (¿para cuándo la conciliación en
los hogares unipersonales?), mis aficiones literarias o mi predilección por las
series de investigación criminal… Y de camino, paseo por las calles de mi
barrio y alrededores, viendo cómo cierran unos negocios y abren otros, mirando
edificios históricos, imaginando cómo quedarán con los proyectos de futuro que
se publican, soñando con que alguna de las promesas electorales de los
candidatos a alcalde prospere: limpiaré Madrid de pintadas, plantearé un
sistema de recogida de basuras que no obligue a la gente que vive en barrios de
calles estrechas a sortear cubos apeándose de la acera, crearé un plan de ayuda
a la mejora y conservación de los edificios históricos deteriorados, aumentaré
las zonas peatonales y los espacios ajardinados, combatiré el botellón y
mejoraré la limpieza de las calles que más sufren esta lacra, protegeré los
edificios considerados patrimonio histórico de la ciudad de invasiones que
perjudican su estética y su conservación… ¿Qué dice? Ah, que ningún candidato a
alcalde ha dicho nada de esto, ni se espera que lo diga… Ah, ya me parecía a mí
que soñaba…
«No veo la
miseria que hay, sino la belleza que aún queda» (Anna Frank).
Frase-cita esta de la
joven niña judía, famosa en el mundo entero por habernos dejado escrito en su diario
un testimonio tan sobrecogedor como entrañable. Tomo su frase-cita prestada
para contestarme a mí mismo por los sueños de mejora de mi barrio y de mi
ciudad.
Es como si los políticos
candidatos a alcalde me contestaran, a cada uno de mis sueños: «No veo la
miseria que hay, sino la belleza que aún queda». ¿Negocios históricos cerrados por causa de una normativa patosa y
una gestión política y económica indecente? «No veo la miseria
que hay, sino la belleza que aún queda», que
muchos de los negocios nuevos han dejado el toldo con el nombre del anterior, y
eso es muy jipster, me dicen… ¿Pintadas? «No veo la miseria que hay,
sino la belleza que aún queda»,
mira, ¿ves?, ahí hay un rinconcito de fachada sin tocar, que permite apreciar cuán
anodino era antes este edificio de viviendas de mil novecientos veinte, me
dicen. ¿Cubos de basura por tol medio de las calles? «No veo la
miseria que hay, sino la belleza que aún queda», date cuenta de lo bonita que queda la calle, salpicada de cubos
grises con la tapa naranja, cada seis metros, me dicen… ¿Casas viejas? «No
veo la miseria que hay, sino la belleza que aún queda», fíjate, si no, en tu propia casa, que lleva
años esperando el permiso municipal para sanear y reparar el patio de la
corrala, y todavía se ven los clavos de cuando se construyó, que aunque estén
ya un poco oxidados son tan monos, me dicen... ¿Zonas
peatonales? «No
veo la miseria que hay, sino la belleza que aún queda», y las aceras están tan bonitas, con sus
bolardos, ladeados cada uno hacia un lado por la acción de los vehículos al
aparcar y desaparcar, y sus adoquines sueltos, y sus bordillos a distinta
altura, fruto de las distintas intervenciones municipales para poner o mejorar
las acometidas de agua, luz, fibra óptica, televisión por cable…, me dicen;
hasta hiel, contesto… ¿Botellón y más limpieza? «No veo la miseria que hay,
sino la belleza que aún queda».
Mira, entre ese montón de latas de ahí, esas botellas rotas de allá y esas
bolsas de plástico impregnadas de vómito y urea se vislumbran aún los adoquines
de la calzada primitiva, la que cubrimos en la operación asfalto de hace
treinta años, la que quedó interrumpida a mitad por falta de presupuesto, me
dicen... ¿Patrimonio histórico? «No veo la miseria que hay, sino la belleza que aún
queda». Pero
si lo vamos a quemar, y verás qué bonito cuando quede Madrid toda iluminada con
esas torres barrocas convertidas en antorchas, me dicen…
¡No!, no quiero que la
frase de Anna Frank se
utilice de modo tan grosero, burdo y vil, para justificar la desidia de nadie.
«No veo la
miseria que hay, sino la belleza que aún queda». Veo la belleza que aún queda en la corrala de mi casa, cierto, pese
a los clavos oxidados, pese al deterioro de los materiales ornamentales y en
algún caso de los estructurales, pese a las cuerdas de tender la ropa (¡y pese
a las prendas que tienden las vecinas!). Veo la belleza que aún queda en mi
calle, veo la belleza que aún queda en mi barrio, veo la belleza que aún queda
en mi ciudad, en mi entorno. Veo las maravillas que existen y dos gracias a
Dios por ellas. Veo las torres barrocas que señalan al cielo desde aquí mismo,
tan cerca de mí, que me emociona mirarlas. Veo a las vecinas, a los vecinos del
barrio, muchos de ellos mayores, muy mayores, que caminan entre restos de botellón
y cubos de basura, y veo más aún la belleza que aún queda en las calles, en las
fachadas y, sobre todo, en las gentes. Veo la belleza en la plaza, donde se
mezclan como en un collage intercontinental, niños jugando juntos al balón,
ancianos contándose sus dolencias, gentes que aprovechan el momento de paseo
con su perro para conocer gente nueva, modernos tomando vinos o cafés en
animada tertulia en la terraza, y una monja pasar… Veo la belleza que queda en
las manos arrugadas que se sujetan a duras penas a un bastón, en la sonrisa que
brota surca los rostros, como una arruga más. Veo la belleza que queda en un
cuerpo cansado y dolorido después de una dura vida de trabajo; no es la belleza
de fotochop cindicraufordiana ni tampoco una belleza quirofaniana,
elsapatakiana, no: es una belleza natural, que reside en la naturaleza interior
del ser humano, que aún existe, aún se conserva, aún queda. Y gracias a Dios
que queda. Y que dure.
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