Estaba tardando tanto en volver que ya me da hasta vergüenza decir nada, incluso el nombre del blog parece haber perdido su sentido. Han pasado tantas cosas desde la última vez que escribí algo aquí (y casi fuera de aquí también, que llevo una temporada si no vago sí un poco dejado).
De las muchas cosas que últimamente han ocurrido, y me han dejado huella, nada como el drama, brutal, que se agolpa a las puertas de Europa. Es algo inexplicable, que a todos nos pasará factura algún día: ¿Qué hiciste, qué no hiciste, qué pensaste, qué omitiste, qué callaste, qué dijiste…? ¿Cómo se lo explicarás a los que vengan detrás de ti? Es asunto serio y complejo, y no quiero ni banalizar ni frivolizar. Ni que parezca un anuncio. Aun así, permítaseme recomendar dos libros para abordar este asunto, para entenderlo, para desmentir los rumores y los falsos estereotipos, para aprender a explicar a los niños lo inexplicable. Solo voy a mencionar los títulos, y si alguien quiere buscarlos, sabrá cómo hacerlo. Se trata de El quinto país del mundo (todos los migrantes que en el mundo existen suman una población tal que los convierte en eso, en el quinto país más poblado del mundo, un país sin fronteras pero con todas las fronteras) y de Soy un punto (todos los seres humanos que en el mundo existen no son más que eso, puntos que existen y viven y están llamados a convivir y a ayudarse mutuamente, a interrelacionarse y a deshacer las fronteras).
Otro asunto que me ha llamado mucho la atención, y sobre el que no paro de dar vueltas últimamente, es la capacidad, enorme, gigantesca, bárbara, del ser humano de insultar, con o sin fundamento (el insulto en realidad nunca lo tiene), de regirse por la máxima del «Insulta, que algo queda». A twitter lo he llevado (no siempre lo logro, pero procuro llevar a twitter asuntos serios, y no banalidades bobas).
Alguien cuelga en su muro de facebook o en su twitter una noticia, un elogio, un comentario favorable acerca de una persona (del Papa Francisco, por ejemplo, o de Barack Obama, o de Barbara Cartland o de Rita la política o de alguno de esos jóvenes millonarios que no tienen reparos en fotografiarse en calzoncillos para celebrar un éxito profesional), y enseguida hay alguien que a continuación dice cosas como «sí, claro, estupendo, pero bien que también hace esto, o que su segundo de a bordo hace aquello otro, menudo hipocritilla falsario, que se lleva el dinero a espuertas, que todos sabemos marketing” (y todos haríamos lo mismo, le falta decir). Se encuentran dos conocidos por la calle y le dice uno al otro: «Ayer vi a Menganitez», a lo que el otro contesta: «¿Sabes que dicen que va a sitios de esos, el muy mariposón? Me lo ha contado la prima de la cuarta ex esposa del portero de la finca en la que está el restaurante donde trabajó hace seis años como aparcacoches, ese que parece que decoró Laly Soldevilla…». Y ambos sonríen maliciosamente…
Insultar, insultar, lanzar maledicencias, extender rumores, propalar falsedades, sembrar incertidumbres, minar seguridades y confianzas… Por el mero placer de hacerlo. Pero:
«Todo en la vida se puede decir sin recurrir a la descalificación de las personas» (Juan Cruz).
Al parecer este caballero, periodista y escritor, tiene publicado un libro sobre el tema, que se titula Contra el insulto. Voy a tener que conseguirlo. Me parece básico erradicar el insulto, sobre todo como método de trabajo, como modo de pensamiento, como hábito y como discurso cotidiano.
Máxime si quien lo practica trabaja o se mueve en el entorno de los medios de comunicación. Y todos aquellos que operan en la esfera pública. Por ejemplo los políticos. ¡Ah, los políticos! Esas estupendas señorías, instaladas en el ytumasmismo y en lotuyosiqueesmalismo. Menudos insultos que se oyen últimamente. Y encima, les votamos. O les votan.
Creo que todos deberíamos trabajar por desterrar el insulto. Quizá nos ayudaría rebajar el tono de nuestras expresiones, de nuestras exageraciones. No digas «este niño me saca de quicio» a la tercera vez que pregunta el mismo por qué. Bien mirado, reflexionado incluso, no te saca de quicio, simplemente te ha incomodado levemente. Pero has exagerado para expresarte. Si fueras realista, ni lo dirías. Y dilatarías el momento del insulto: en vez de decírselo al décimo por qué, no se lo dirías quizá hasta el cuadragésimo octavo. Y a la larga, el insulto acabaría por convertirse en algo superfluo, innecesario.
Así que ya sabes, no insultes, cenutrio.
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