Buenos días. Esta mañana me he levantado sensiblón, a juzgar por la cancioncita que, de improviso, me ha venido a la mente y ha asaltado mis labios: «Te amaré, te amaré como no está permitido; te amaré, te amaré como nunca se ha sabido; porque así lo he decidido, te amaré» (Miguel Bosé). ¡Puagh!, pensaréis algunos. C’est la vie!
Hoy voy a incluir dos pensamientos. ¿Por qué? Para extenderme, jaja. No, veréis. El primero no lo voy a comentar, es simplemente un pensamiento que encontré ayer en el maravilloso libro que estoy preparando ahora mismo (no escribiendo, ¿eh?), y que quiero dedicárselo a una amiga mía, porque le viene como anillo al dedo o cucharadita de caviar al canapé:
«Los niños que tienen la posibilidad de convivir con sus abuelos tienen una riqueza personal que no tienen los demás» (Alejandra Vallejo-Nágera).
El segundo pensamiento es el que voy a comentar, espero que brevemente, y tiene que ver con la Soledad, en mayúsculas, con el estado personal, anímico, moral y espiritual de Soledad. La frase es así:
«Nuestro gran tormento en la vida proviene de que estamos solos y todos nuestros actos y esfuerzos tienden a huir de esa soledad» (Guy de Maupassant).
Estos franceses, ¡qué exageraditos que son siempre! Depende, monsieur, depende, de qué soledad estemos hablando, de cómo hayamos desembocado en ella, de si ha sido elegida libre y conscientemente o nos viene impuesta, incluso en ese caso, depende de cómo hayamos aceptado, asumido, hecho propia esa imposición de soledad. Sobre la soledad siempre he entendido mejor una frase, que no sé citar con precisión literal, de ahí que no la entrecomille, y cuyo autor no recuerdo, que dice algo así como que los hombres huimos de la soledad cuando no sabemos estar a gusto con nosotros mismos. Esa es la auténtica soledad: no saber estar consigo mismo, es decir, no conocerse y, no conociéndose, no mostrar el mínimo interés por hacerlo; no estimarse, no apreciarse, no quererse, hasta el punto de no aguatarse a sí mismo y querer estar huyendo de uno mismo. Nada más esquizofrénico, nada más imposible, nada más erróneo. Esa es la soledad de la que dice Maupassant que huimos. Pero la soledad aceptada, la soledad callada, la soledad sonora de san Juan de la Cruz, por ejemplo, no es para huir de ella, es para solazarse, refrescarse, tomar fuerzas y, después, salir de ella recargado y convivir humanamente, divinamente casi, con tu prójimo.
Hoy voy a incluir dos pensamientos. ¿Por qué? Para extenderme, jaja. No, veréis. El primero no lo voy a comentar, es simplemente un pensamiento que encontré ayer en el maravilloso libro que estoy preparando ahora mismo (no escribiendo, ¿eh?), y que quiero dedicárselo a una amiga mía, porque le viene como anillo al dedo o cucharadita de caviar al canapé:
«Los niños que tienen la posibilidad de convivir con sus abuelos tienen una riqueza personal que no tienen los demás» (Alejandra Vallejo-Nágera).
El segundo pensamiento es el que voy a comentar, espero que brevemente, y tiene que ver con la Soledad, en mayúsculas, con el estado personal, anímico, moral y espiritual de Soledad. La frase es así:
«Nuestro gran tormento en la vida proviene de que estamos solos y todos nuestros actos y esfuerzos tienden a huir de esa soledad» (Guy de Maupassant).
Estos franceses, ¡qué exageraditos que son siempre! Depende, monsieur, depende, de qué soledad estemos hablando, de cómo hayamos desembocado en ella, de si ha sido elegida libre y conscientemente o nos viene impuesta, incluso en ese caso, depende de cómo hayamos aceptado, asumido, hecho propia esa imposición de soledad. Sobre la soledad siempre he entendido mejor una frase, que no sé citar con precisión literal, de ahí que no la entrecomille, y cuyo autor no recuerdo, que dice algo así como que los hombres huimos de la soledad cuando no sabemos estar a gusto con nosotros mismos. Esa es la auténtica soledad: no saber estar consigo mismo, es decir, no conocerse y, no conociéndose, no mostrar el mínimo interés por hacerlo; no estimarse, no apreciarse, no quererse, hasta el punto de no aguatarse a sí mismo y querer estar huyendo de uno mismo. Nada más esquizofrénico, nada más imposible, nada más erróneo. Esa es la soledad de la que dice Maupassant que huimos. Pero la soledad aceptada, la soledad callada, la soledad sonora de san Juan de la Cruz, por ejemplo, no es para huir de ella, es para solazarse, refrescarse, tomar fuerzas y, después, salir de ella recargado y convivir humanamente, divinamente casi, con tu prójimo.
Comentarios
La soledad no es mala, te permite conocerte, pensar, estudiar (cosas y personas) disfrutar de una dimensión de la vida que con frecuencia sólo se da en el silencio productivo y creativo. Luego hay una soledad que no es real, la que sentimos cuando algo nos disgusta, no se corresponde con nuestros deseos, con nuestras aspiraciones, es la sensación de abandono cuando los que quieres no comparten tu visón de la vida o de las cosas, cuando te sientes contrariado y esta sensación se acentúa más cuanto más importancia das a la cosa en cuestión, pero no es verdad que estemos solos en esas circunstancias, deberíamos aprender a llamar a las cosas por su nombre, deberíamos ser sinceros con nosotros. Son muy pocas las personas que están solas en términos absolutos y esas no lo dicen, los demás solo nos sentimos contrariados cuando el mundo no se percata de nuestra existencia y voluntad, de nuestros deseos y caprichos.
Soledad, claro que existe pero no siempre es mala y muy pocos la experimentan en un sentido castrador y alienante. El resto de la tropa nos debatimos entre el hedonismo, el ombliguismo, el egoísmo y otras muchas cosas.
Luego está la visión del creyente en la cual la soledad es un espacio de encuentro con Dios y cuando las cosas se tuercen está aquello de: Señor, no me dejes solo, no abandones la obra de tus manos. ¿Puede una madre abandonar el fruto de sus entrañas?