«El calor aplasta cuerpos
y mentes, anula
cerebros, reseca
gargantas».
Escribí estos versos hace tiempo, y aunque ambientaban algo muy diferente, más relacionado con el hospital y con el tiempo detenido, puede ser imagen también de lo que ocurrió este fin de semana en la Feria del Libro.
Efectivamente, el calor sofocante, asfixiante, aplastante, nos impidió permanecer dentro de las casetas, casi movernos, ni respirar siquiera. Nada podíamos hacer salvo ofrecer un marcapáginas a las pocas personas dispuestas a exponerse al sol y al calor. Mucho menos entretenerlos enseñándoles libros, o hablando con ellos, sin riesgo de tener que llamar al Samur para que atendieran lipotimias o insolaciones.
Exagero un poco, pero lo cierto es que el calor ha sido el protagonista del último fin de semana de Feria. Aunque también nos han ocurrido cosas, como el niño que, ante la pregunta-reclamo para darle un marcapáginas: ¿Has visto una vez una vaca volando?, me respondió: «Sí», lo que su padre corroboró con un: «El el País Vasco, desde luego que sí puedes ver una vaca volar». Normalmente la pregunta-reclamo me sirve para charlar con el niño, para despertar una sonrisa en los padres, que animan a los hijos tímidos a contestar y aprovechan para mirar qué tipo de libros puede vender un tipo que afirma que las vacas vuelan, y a veces hasta para vender algún libro. El domingo salí al paseo dispuesto a repartir publicidad de nuestras novelas juveniles, una preciosa carpetilla con el primer capítulo de cada libro ¡gratis! (más de uno preguntaba cuánto costaba). Aunque yo iba dándoselo directamente a gente joven, alguna que otra persona ávida de recoger todo lo que se da por la calle me lo quitó de las manos (y casi también a los chicos, como hizo una japonesa birlándome un marcapáginas que estaba ofreciendo a un chavalillo; el pobre se quedó pasmado, pero su cara de poker le valió llevarse tres en lugar de uno).
En esas estaba, repartiendo folletos de La hija de la serpiente, cuando se me acercaron dos chicas y me preguntaron en un correctísimo trato de usted si sabía dónde firmaba Aute. Nada más responderles tragando saliva que no, que no lo sabía, otra chica que pasaba a mi lado gritó eufórica y salida de sí: «¡Mira, Sabina firmando!». Glups. Cuatro casetas más abajo, me crucé de frente con Ramoncín. Splurgh. Ni que decir tiene que no fue mi mejor momento, pero, después de esto, ¿quién necesita un emético cuando se sucede semejante conjunción sideral? Una vez repuesto, y a pesar de que tendré que estar varios días a dieta de arroz blanco, regresé a la caseta a vender vidas de santos y cuentos para niños.
Casi a punto de cerrar la caseta el último día, una sonriente y amable Alejandra Vallejo-Nágera nos confirmó que no fuimos los únicos que no vendieron un colín por el calor: ni siquiera El Corte Inglés, que estaba en sombra, alcanzó el mínimo de venta. Aunque no es un consuelo, me quedo con la imagen de que más solo que yo en mi caseta (estábamos dos) estaba la Campos viendo la gente pasar.
y mentes, anula
cerebros, reseca
gargantas».
Escribí estos versos hace tiempo, y aunque ambientaban algo muy diferente, más relacionado con el hospital y con el tiempo detenido, puede ser imagen también de lo que ocurrió este fin de semana en la Feria del Libro.
Efectivamente, el calor sofocante, asfixiante, aplastante, nos impidió permanecer dentro de las casetas, casi movernos, ni respirar siquiera. Nada podíamos hacer salvo ofrecer un marcapáginas a las pocas personas dispuestas a exponerse al sol y al calor. Mucho menos entretenerlos enseñándoles libros, o hablando con ellos, sin riesgo de tener que llamar al Samur para que atendieran lipotimias o insolaciones.
Exagero un poco, pero lo cierto es que el calor ha sido el protagonista del último fin de semana de Feria. Aunque también nos han ocurrido cosas, como el niño que, ante la pregunta-reclamo para darle un marcapáginas: ¿Has visto una vez una vaca volando?, me respondió: «Sí», lo que su padre corroboró con un: «El el País Vasco, desde luego que sí puedes ver una vaca volar». Normalmente la pregunta-reclamo me sirve para charlar con el niño, para despertar una sonrisa en los padres, que animan a los hijos tímidos a contestar y aprovechan para mirar qué tipo de libros puede vender un tipo que afirma que las vacas vuelan, y a veces hasta para vender algún libro. El domingo salí al paseo dispuesto a repartir publicidad de nuestras novelas juveniles, una preciosa carpetilla con el primer capítulo de cada libro ¡gratis! (más de uno preguntaba cuánto costaba). Aunque yo iba dándoselo directamente a gente joven, alguna que otra persona ávida de recoger todo lo que se da por la calle me lo quitó de las manos (y casi también a los chicos, como hizo una japonesa birlándome un marcapáginas que estaba ofreciendo a un chavalillo; el pobre se quedó pasmado, pero su cara de poker le valió llevarse tres en lugar de uno).
En esas estaba, repartiendo folletos de La hija de la serpiente, cuando se me acercaron dos chicas y me preguntaron en un correctísimo trato de usted si sabía dónde firmaba Aute. Nada más responderles tragando saliva que no, que no lo sabía, otra chica que pasaba a mi lado gritó eufórica y salida de sí: «¡Mira, Sabina firmando!». Glups. Cuatro casetas más abajo, me crucé de frente con Ramoncín. Splurgh. Ni que decir tiene que no fue mi mejor momento, pero, después de esto, ¿quién necesita un emético cuando se sucede semejante conjunción sideral? Una vez repuesto, y a pesar de que tendré que estar varios días a dieta de arroz blanco, regresé a la caseta a vender vidas de santos y cuentos para niños.
Casi a punto de cerrar la caseta el último día, una sonriente y amable Alejandra Vallejo-Nágera nos confirmó que no fuimos los únicos que no vendieron un colín por el calor: ni siquiera El Corte Inglés, que estaba en sombra, alcanzó el mínimo de venta. Aunque no es un consuelo, me quedo con la imagen de que más solo que yo en mi caseta (estábamos dos) estaba la Campos viendo la gente pasar.
Comentarios