Hola, corazones.
Cada vez que me pongo un sombrero, elegante prenda a la que me estoy aficionando hasta la obsesión convulsiva, alguien con espíritu caritativo, adulador o empíricamente objetivo, no lo sé aún muy bien, me dice que me sienta estupendamente, que me favorecen los sombreros y que debería llevarlos más a menudo (como no me los ponga para ducharme, poco me queda por hacer…). Esto me satisface y me avergüenza a partes iguales, y por el mismo motivo. En lo que se refiere a mi ego, soy como el asno de Buridano: en la misma medida en que los elogios me agradan porque esponjan mi autoconfianza, mi ego se infla y la vanidad me posee. Y no sé a qué carta quedarme. Definitivamente, soy un asno. Con sombrero. Elegante. Resultón. ¿Atractivo? Pero un asno. El de Buridano.
«El amor nunca tiene razones, y la falta de amor tampoco. Todo son milagros» (Eugene O’Neill).
El amor es un milagro. ¿El desamor también? ¡Ay, Eugenio, qué poco te entiendo! Paso por aquello de que el amor no tiene razones, porque es cierto, al menos en el lance primero, apasionado y fou (me gusta mucho más la palabra francesa que su equivalente castellano). Pero mi pensamiento se alinea más en el flanco de aquellos que consideran que a ese ingrediente de amor han de añadirse otros más «racionales» para que ese mágico e instantáneo momento se transforme en algo más sólido, duradero, entregado y fuerte.
Pero ¡el desamor! El desamor viene, precisamente, cuando has apoyado tu amor sólo en la parte grácil y volátil, tan linda, tan ágil y pasajero como el vuelo del colibrí, o el zumbido de la libélula o el resplandor de las luciérnagas. La fugacidad se diluye, igual que el cacao instantáneo se disuelve en la leche, te la bebes y se acaba todo. Y francamente, querido Eugenio, no veo en eso ningún milagro, sino más bien la inconsistencia, la levedad, la actitud del que recoge flores en el campo mientras suena el lalala y las nubes blancas algodonan el celeste horizonte.
Los milagros, entiendo yo, requieren de la fe para producirse. Y la fe, la fe sólida, la fe duradera (e igualmente el amor verdadero) no puede vivir separada del elemento racional, distante del pensamiento, separada del cerebro.
Cada vez que me pongo un sombrero, elegante prenda a la que me estoy aficionando hasta la obsesión convulsiva, alguien con espíritu caritativo, adulador o empíricamente objetivo, no lo sé aún muy bien, me dice que me sienta estupendamente, que me favorecen los sombreros y que debería llevarlos más a menudo (como no me los ponga para ducharme, poco me queda por hacer…). Esto me satisface y me avergüenza a partes iguales, y por el mismo motivo. En lo que se refiere a mi ego, soy como el asno de Buridano: en la misma medida en que los elogios me agradan porque esponjan mi autoconfianza, mi ego se infla y la vanidad me posee. Y no sé a qué carta quedarme. Definitivamente, soy un asno. Con sombrero. Elegante. Resultón. ¿Atractivo? Pero un asno. El de Buridano.
«El amor nunca tiene razones, y la falta de amor tampoco. Todo son milagros» (Eugene O’Neill).
El amor es un milagro. ¿El desamor también? ¡Ay, Eugenio, qué poco te entiendo! Paso por aquello de que el amor no tiene razones, porque es cierto, al menos en el lance primero, apasionado y fou (me gusta mucho más la palabra francesa que su equivalente castellano). Pero mi pensamiento se alinea más en el flanco de aquellos que consideran que a ese ingrediente de amor han de añadirse otros más «racionales» para que ese mágico e instantáneo momento se transforme en algo más sólido, duradero, entregado y fuerte.
Pero ¡el desamor! El desamor viene, precisamente, cuando has apoyado tu amor sólo en la parte grácil y volátil, tan linda, tan ágil y pasajero como el vuelo del colibrí, o el zumbido de la libélula o el resplandor de las luciérnagas. La fugacidad se diluye, igual que el cacao instantáneo se disuelve en la leche, te la bebes y se acaba todo. Y francamente, querido Eugenio, no veo en eso ningún milagro, sino más bien la inconsistencia, la levedad, la actitud del que recoge flores en el campo mientras suena el lalala y las nubes blancas algodonan el celeste horizonte.
Los milagros, entiendo yo, requieren de la fe para producirse. Y la fe, la fe sólida, la fe duradera (e igualmente el amor verdadero) no puede vivir separada del elemento racional, distante del pensamiento, separada del cerebro.
Comentarios