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Un pensamiento de Erich Fromm

Hola, corazones. Se acerca la Semana Santa y cada uno comienza a hacer sus planes según sus preferencias, disponibilidades, capacidades y posibilidades. ¡Hay tantas formas de disfrutar de estos días! Para unos son relajación y descanso, para otros son viaje y aventura, para otros rutina y más trabajo (o ¡por fin trabajo!, que también puede ser, con los tiempos que corren…), para otros tiempo de actividad solidaria y voluntaria… Para mí, lo confieso, son días agotadores en los que no me detengo casi un minuto pero que no cambiaría por nada del mundo. La rutina de los acontecimientos, el conocimiento casi memorístico de textos, melodías y tiempos, no pueden con mi voluntad ni minan mi sensibilidad. Vivo intensamente, a mi manera (¿se puede vivir algo de otra manera que no sea a la manera propia?) pero intensamente, todo lo que ocurre a mi alrededor en este tiempo privilegiado de Dios. Y no me estoy refiriendo sólo al hecho de que sea Semana Santa, no al hecho de la pasión, muerte y resurrección (no hay dos sin tres) de Jesucristo. También me estoy refiriendo a hechos y circunstancias menores y casi intrascendentes, como un paseo, una torrija, un plato de garbanzos, una corbata negra y otra de color, un paño de terciopelo, un golpe acompasado de bombo, un rasgador «¡respóndeme!» o un vibrante «¡aleluya!»… Claro que me gustaría poder hacer otras cosas, conocer otras maneras de vivir la Semana Santa, o incluso descansar en la playa durante unos días después del agotador trimestre inicial del penúltimo año de la vida maya del mundo (francamente, lo de que se vaya a acabar el mundo el año que viene porque lo dijeron los mayas hace cientos de años antes de que se acabara su mundo, me da un poco igual: si es verdad, para qué voy a preocuparme, si no voy a poder decir nada, pues estaré extinguido; si es mentira, para qué voy a preocuparme, si todo va a seguir como el día anterior)… Vaya, hombre, ya me he ido del tema… La cosa es que no me voy a la playa, ni a la montaña, ni a conocer la Semana Santa sevillana, que tiene que ser apoteósica, ni a vibrar de nuevo con el silencioso arrastrar susurrante de las largas túnicas negras del Santo Entierro vallisoletano, ni siquiera a quedarme en casa sin hacer nada. Voy a vivir la Semana Santa, otra vez, como a mí me gusta: con el Coro, cantando en los oficios, ayudando en todo lo que puedo, y dándome también mis pequeños gustos: una torrija, un paseo por las calles de Madrid en la mañana del Viernes Santo (la tradicional visita a los monumentos, pero no sólo: es impresionante ver el contraste entre barrios y calles, del silencio y el recogimiento de algunas al bullicio reinante en la Gran Vía, por ejemplo), una copa «pascual» tras la vigilia del sábado… Me gusta el paso del negro al color, de la palma a la flor, del musical alarido desgarrado del viernes, altísimo de tono en las voces de tenores, al no menos alto exultante grito gozoso del domingo. Me gustan los improperios y también la secuencia pascual. Son días en que la liturgia propone una riqueza exquisita de textos, palabras, músicas, sensaciones… Y me gusta experimentarlos. Pues una vez que he contestado a la pregunta «¿Qué vas a hacer esta Semana Santa?», pasemos a la frase-cita. Frase-cita que hoy nos proporciona la excelsa Agenda de la Editorial San Pablo, ese prodigio de elegancia y buen gusto, esa inestimable ayuda para el control del tiempo que tan bien hace quien la hace (¿«se me» nota mucho que es mi hija?): «La fe en que los demás pueden cambiar deriva de la experiencia de que yo puedo cambiar» (Erich Fromm). Don Erich parte de la base de que uno tiene fe en que los demás puedan cambiar. Fe, por ejemplo, en que los caraduras dejen de serlo, en que los aprovechados recapaciten y dejen de aprovecharse de lo que no deben, en que los egoístas aprendan a dar generosamente de lo suyo y no sólo de lo que les sobra y además lo hagan sin grandes aspavientos ni alharacas para que todo el mundo se entere de su gran gesto avaricioso de publicidad… Fe, por ejemplo, en que una persona a la que se lo dan todo hecho y encima le pagan por recibirlo cambie de la noche a la mañana y comience a trabajar como todo hijo de vecino que tiene dónde hacerlo… Jo, yo no quería hablar de política, y mira tú por dónde me ha salido solo… Estas cuestiones aparte, opino que tendríamos que dirimir primero si la premisa de la que parte don Erich, y no soy yo quien para discutir nada a don Erich, que es ducho nada menos que en el arte de amar, que lo es todo. La pregunta es, pues, ¿realmente se puede tener fe en que los demás pueden cambiar? ¿O son inamovibles, impertérritos, inasequibles, impávidos y etcetéridos? Los demás, como yo mismo, somos humanos, aunque algunos parezcan más bien cánidos, bóvidos u ofidios. Y dice don Erich que si yo sé que puedo cambiar, es que los demás también pueden cambiar. Porque yo puedo cambiar, ¿no? (Cuando digo yo no me refiero a mí, sino al yo de cada uno). ¿O soy como esos seres inamovibles, vestidos de negro y anclados al suelo mediante una sólida torre de piedras que dibujaba Mingote en el ABC hace ya mucho tiempo? Nos cuesta, muchas veces acabamos pareciéndonos a esos monigotes pétreos, pero al final somos capaces de adaptarnos y de cambiar. Por varias razones: porque nos damos cuenta de que estábamos equivocados, porque cambiando conseguimos algo que nos interesa más, porque es la única manera de permanecer unidos a la persona a la que amamos, o la única manera de conseguirla… El caso es que, al final, y manque nos pese (perdóneseme el manqueísmo), cambiamos. Y si cambiamos, podemos inferir entonces, con don Erich, que los demás pueden cambiar. Ahora sólo nos queda saber qué y para qué cambiar. Y por qué. Porque no es lo mismo cambiar por amor que cambiar por odio, ni cambiar para amar que cambiar para odiar. Y algo me dice que sólo el cambio por amor, y para amar, tiene pase. Otro día se lo pregunto a don Erich, a ver qué me cuenta de esto del amor como motor. Hoy, de momento, doy por terminada la operación frase-cita (jejé, me acaba de venir a la cabeza la peli de Gracita Morales, Operación Cabaretera creo que se llamaba: «Para llegar a vampiresa, es necesario prosperar…», jejé).

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