Hola, corazones.
Estoy un poco embotado por el calor, y ando estornudando a ratos, no sé si por alguna alergia indeterminada que flota en el aire, por la acumulación de polvo librero en la biblioteca en la que desarrollo mi actividad durante una hora al día, o por un principio de catarro que suelo agarrar a finales de agosto y que me dura, Dios mediante, más o menos hasta el Carmen (la fiesta). Así que no sé ni lo que me digo, ni lo que pienso, ni cómo me hallo.
Hace tiempo que dije que me iba a dedicar a reseñar o comentar los libros que leo. Pero no es que no haya leído nada, es que me he vuelto muy perezoso. Tenía previsto haber preparado un comentario al último libro que he leído, un ensayo titulado ¿Qué es el hombre?, de Mark Twain, pero no me siento con ganas. Será la astenia primaveral, o que he tardado demasiado en leerlo, debido a su densidad, por un lado, y a la recomendación de que en tiempo de ocio se desarrollen tareas diferentes de la que ocupa nuestro tiempo laboral (y el mío consiste, no sólo, pero mucho, en leer). No estoy muy de acuerdo con don Marcos Tuéin, pero había encontrado dos o tres frases muy interesantes que, por mi manía de no llevar aparatos de escritura encima (¿un periodista sin bolígrafo? Sí: el que trabaja como corrector, pues se pasaría el día tachando cosas por la calle…), no he sido capaz de volver a localizar entre sus páginas. Prometo volver a intentarlo. Pero de momento, no hay comentario a este libro. Ya veremos si finalmente hablo de Tuéin o paso directamente al libro de Pablo D’Ors que estoy atacando en estos días.
Como ya hablé de la Semana Santa el viernes pasado, vamos directamente a la frase-cita. Bueno, antes un pequeño comentario político. Después de lo que he oído, tenemos que prepararnos. Los hombres lo tenemos más crudo, por aquello de que en el mar siempre manda aquel precepto de que las mujeres y los niños van primero. Y en cualquier caso, prepárate: si eres tripulación, ahí te quedas, que es tu deber; si eres de los de «abajo», ahí te quedas, a no ser que te llames Ruby y lleves el cofrecito de joyas de Lady Marjorie; si eres de los de «arriba» tampoco estás seguro, puede que te toque ser Lady Marjorie: prepárate, que no sales; si te llamas Leonardo, o estás como una Caprio, por muy tontamente enamorado que estés del pesado mascarón de proa (Kate Weighs-a-lot), ahí te quedas; si estás a punto de heredar un mayorazgo y vas a casarte con la hija mayor del dueño de Downton Abbey, ahí te quedas, pero mira, te libras de casarte con esa arpía tan mona; también puede ocurrir que hagas caso al presbítero equivocado y te quedes; o que, incluso siguiendo al presbítero adecuado, no estés lo suficientemente cerca de una nadadora para salir del barco, y entonces, ahí te quedas (búscate una Shelley Winters, o en su defecto una Mengual o una Villaécija en tu entorno, más te vale). En fin, que los fondos oceánicos están llenos de pecios que han sido cual Armada Invencible hasta que una ola empecinada, un iceberg, un kamikaze, un torpedo, un pirata, una banda terrorista o una bomba se han empeñado en vencerlos… Hagamos un cinefórum: ¿Titanic o La aventura del Poseidón?
Ahora sí, vamos con la frase-cita, que ya me he calentado, que esta mañanita venía fresquita y estoy en mangas de camisa (ahora que todo el mundo va en camiseta, lo de ir en mangas de camisa debería de cambiar de significado, ya no va uno tan desharrapado, sino más bien arregladito y mono, ¿no?).
«¿Es que se acaba de amar alguna vez? Hay gente que ha muerto y que yo siento que aún ama» (Honoré de Balzac).
Pregunta primero don Honorato si se acaba de amar alguna vez. Muchos dirán que sí, que el amor se acaba, que uno puede dejar de amar (a alguien o algo en concreto). Visto así, quizá podamos convenir en que es cierto: se puede dejar de amar, no tenemos más que echar un vistazo a los grandes divorcios de la historia, esos que fueron precedidos de grandes matrimonios, de grandes amores (lo digo por no meterme en berenjenales cercanos). Pero aun así: ¿dejó de amar de verdad Richard Burton a Liz Taylor? Pongamos que sí, seamos generosos con la hipótesis de que se puede dejar de amar.
Pero es que yo lo sigo viendo de otra forma, más cercana a lo que parece querer decir don Honorato: uno puede dejar de amar a una persona a la que amaba, sí, vale, pero, ¿pierde por ello su capacidad de amar?, ¿cierra un desamor el grifo del amor y seca su fuente? ¡No! Rotundamente no. Don Honorato pregunta, respondiéndose a sí mismo en su propia interrogación, si se acaba de amar alguna vez. Y coincido con él: no, no se puede dejar de amar, al menos mientras uno siga siendo humano.
Y para corroborar su afirmación, don Honorato aporta un dato (me ha salido un pareado): «Hay gente que ha muerto y que yo siento que aún ama». Eso nos pasa a todos, no me digáis que no. Nuestra memoria, la memoria del corazón, se va llenando poco a poco, a medida que las personas de nuestro alrededor van y vienen, de nombres, de caras, de gestos, de abrazos y besos (dados y por dar), de palabras. Hay gente que se ha ido de nuestro lado, del lado de los vivos, y sigue con nosotros, sin embargo, aportándonos su amor, en forma de consejo, de ejemplo, de palabra, de recuerdo. Y no, no estoy hablando de fantasmas ni de fenómenos paranormales. Estoy hablando del poso que te deja en el alma la gente que te ama y a la que amas, del poso que puede dejar en ti, por ejemplo, tu padre, ya fallecido.
Morir y seguir amando. Algo que, en realidad, mucha gente, si no toda, sigue haciendo. Precisamente esta semana que comienza la llamamos Semana Santa. Porque hubo quien murió y siguió amando, murió porque amaba y murió para amar. Y sigue amando. Y en esa escuela estamos, aún en primero de preescolar, pero ahí estamos.
Comentarios