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Un pensamiento de William Shakespeare

Hola, corazones

Me dispongo a pasar un fin de semana familiar, muy familiar. No sé si llegaremos a sesenta, pero rondaremos la cifra en cualquier caso, los familiares que nos juntamos hoy, hasta el domingo, en un hotelito (no será tan “ito” si les cabemos) extremeño en el Monfragüe. Es una experiencia muy recomendable, esta de encontrarse en familia polimultinumerosa, ramificada hasta la saciedad (siempre que uso esta expresión de viene a la cabeza el juego de palabras de las tiras de Mafalda entre sociedad, suciedad y zoociedad). Uno aprende a reconocer fácilmente la igualdad en la diferencia y la diferencia en la igualdad.

Algunas personas, cuando les cuento estas reuniones, me dicen que es un horroroso plan que nunca podrían hacer, ya que es fácil que en las familias haya alguna rencilla o alguna conversación bruscamente inacabada. Para otras personas, sin embargo («sin en cambio», como he oído decir un par de veces), la experiencia de una polimegarreunión es una gozada, una oportunidad de descubrir, redescubrir y aprender a valorar de nuevo la familia, esos lazos invisibles que siempre están ahí, y que atan, sí, aunque yo prefiero decir que mantienen unidos, incluso en la distancia y en la divergencia de pensamiento y de actitud de vida.

Dicho esto, y ya con el reloj amenazándome la nuca con una damocliana espada, vamos con la frase-cita. Iba a tomar una de la valiosísima Agenda San Pablo 2011 («Los buenos modales se consiguen a base de pequeños sacrificios», de Arthur Schopenhauer), pero al final me he decantado por la de Proverbia.net del miércoles:

«Ningún legado es tan rico como la honestidad» (William Shakespeare).

Y es que claro, tener la oportunidad de charlar un rato con don Guillermo acerca de una de sus muchísimas y siempre brillantísimas frase-citas es un gusto mayor incluso que tener un debate disquisitivo con el gran filósofo chopenjaueriano.

Dice don Guillermo que ningún legado es tan rico como la honestidad. Partiendo, claro, de que el primer legado, el más importante, el más valioso, es siempre el legado de la vida. Algo que me parece fuera de toda discusión, a pesar de que puede que haya quien no lo considere; pero es que sólo podemos preguntar a los que han llegado a la vida, con lo cual no sabremos nunca lo que pudieron pensar los que no llegaron a disfrutar de ese legado. Pero en fin, no quiero meterme demasiado por este terreno.

Después de la vida, uno recibe, ciertamente, varios legados: el nombre, incluso cuando te es dado por capricho, por moda estética o antiestética, por azar o por capricho del funcionario del registro; el apellido, o los apellidos, que te instalan ya en medio de un torrente de emociones y de modos de desenvolverse y de actuar; le legado genético, que puede ser más o menos llevadero, dependiendo de lo rubio, lo calvo o lo distrófico que pueda llegar a ser.

Pero estos legados son, por así decir, connaturales, vienen añadidos al propio legado de la vida que te ha sido transmitida por medio de tus progenitores. Sin embargo hay otra serie de legados, que son a los que se está refiriendo don Guillermo, entre los cuales él sitúa el más importante, el primero, a la honestidad. Pero son más: la educación, la generosidad, la bonhomía (¡qué ganas tenía de volver a usar este magnífico vocablo, Dios mío!), la inteligencia, la alegría, la ternura… Tantas…

¿Por qué, si tantas, ha de ser la honestidad el legado primacial? ¿Quizá porque su ausencia invalida e incluso destruye a los demás? La educación sin honestidad es vil torcimiento y distorsión de la realidad y de las formas; la generosidad sin honestidad es egoísmo acibarado y malinteresado; la bonhomía sin honestidad no es tal bonhomía, sino más bien aviesa inhumanidad; la inteligencia sin honestidad es falsa ciencia interesada; la alegría sin honestidad es amarga y retorcida diversión; la ternura sin honestidad es áspera y rijosa caricia…

No sigo, don Guillermo tiene razón. Está claro.

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