Hola, corazones.
Por segunda semana consecutiva llego algo tarde a mi cita de los viernes, y lo hago además con producto «enlatado», ya que no puedo por la mañana dedicarme a la fresca reflexión a la que acostumbro. Dos semanas ocupado en lo mismo, pero con distinto signo. Hoy el cansancio, que sigue existiendo, cede espacio a la esperanza. No en vano estamos en Adviento. Y aunque sigo tomando partes desagradables del pollo, vuelven también remotos aromas de pepitoria.
Escribir productos enlatados puede favorecer, quizá, un razonamiento más pausado y lógico, una ilación de pensamientos más coherente y una exposición terminológica y conceptual más precisa. No sobre mi persona, ya que no soy así, primero, y escribir enlatados no significa hacerlo con tiempo, sino, igualmente, a matacaballo y con el portátil sobre las rodillas (que a la larga resulta harto incómodo). Así que ataco la frase-cita, tomada de Proverbia.net, y a ver qué pasa:
«No está la felicidad en vivir, sino en saber vivir» (Diego de Saavedra Fajardo).
Podría ponerme a contestar a don Diego esas populares expresiones que riman siempre con un nombre propio, y llamarle listo, e invitarle a tomar del frasco, y tal no sé qué, pero es que no me apetece. Resulta que este mi don Diego (separado, no me vaya a pensar nadie que considero flor a tan hidalgo caballero) dice algo que es muy evidente, claro y diáfano. No está la felicidad en vivir, sino en saber vivir.
Limitarse a vivir, a existir, a repetir una serie de de actos, desde el mero respirar y el saludable alimentarse hasta el higiénico aseo y el en el mejor de los casos enriquecedor trabajo, no da la felicidad, no hace feliz, aunque quizá pueda ayudar algo. Porque no está la felicidad tanto en el qué se hace, ciertamente, como en el cómo se hace. No está la felicidad tanto en el vivir como en el modo en que se vive. No es tanto vivir experiencias y circunstancias, o aventuras, como saber cómo afrontar cada una de ellas, cómo extraerles su jugo, mejor, su néctar, cómo explotar al máximo las sensaciones gratificantes que aportan. Es decir, que como dice don Diego, no está la felicidad en vivir, sino en saber vivir.
Pero, amigo, quien hace tal afirmación (la de la frase-cita) ha ocultado la parte tramposa: ¿Qué significa saber vivir? ¿Quién nos enseña a vivir? ¿O acaso tal sabiduría nos viene dada de fábrica o de cuna? Porque ha habido en la historia muchos que han intentado y aún intentan enseñarnos a vivir, afirmando con más o menos rotundidad que ellos tienen la fórmula que nosotros debemos repetir con precisión para vivir y ser felices. Claro que la felicidad entendida, un poner, por Adolfo, Pol, Vladimir, Augusto, Fidel, y un larguísimo etcétera de ilustres docentes del vivir es algo absolutamente injustificable, rechazable, vomitivo.
¿Pues no va a resultar que tenemos que aprender a vivir sobre la marcha? Esto es lo que se ha callado don Diego. Que para saber vivir, no hay escuelas. Bueno, sí. Pero uno ha de ser siempre consciente de en qué tipo de escuela se ha matriculado, qué maestro o maestros ha elegido para aprender a vivir, qué doctrinas, qué técnicas, qué prácticas proponen tales escuela y maestro, y qué resultados depara la puesta en acción de sus enseñanzas.
Si, y sólo si, aumenta el calor del corazón, el caudal amoroso que atraviesa nuestro ser, podremos saber que estamos en el camino adecuado. Conectando con la frase-cita de la semana pasada, vivir para los demás está más en la línea de saber vivir que sólo mirar, o admirar, o ensimismarse...
Al menos, así lo espero.
Por segunda semana consecutiva llego algo tarde a mi cita de los viernes, y lo hago además con producto «enlatado», ya que no puedo por la mañana dedicarme a la fresca reflexión a la que acostumbro. Dos semanas ocupado en lo mismo, pero con distinto signo. Hoy el cansancio, que sigue existiendo, cede espacio a la esperanza. No en vano estamos en Adviento. Y aunque sigo tomando partes desagradables del pollo, vuelven también remotos aromas de pepitoria.
Escribir productos enlatados puede favorecer, quizá, un razonamiento más pausado y lógico, una ilación de pensamientos más coherente y una exposición terminológica y conceptual más precisa. No sobre mi persona, ya que no soy así, primero, y escribir enlatados no significa hacerlo con tiempo, sino, igualmente, a matacaballo y con el portátil sobre las rodillas (que a la larga resulta harto incómodo). Así que ataco la frase-cita, tomada de Proverbia.net, y a ver qué pasa:
«No está la felicidad en vivir, sino en saber vivir» (Diego de Saavedra Fajardo).
Podría ponerme a contestar a don Diego esas populares expresiones que riman siempre con un nombre propio, y llamarle listo, e invitarle a tomar del frasco, y tal no sé qué, pero es que no me apetece. Resulta que este mi don Diego (separado, no me vaya a pensar nadie que considero flor a tan hidalgo caballero) dice algo que es muy evidente, claro y diáfano. No está la felicidad en vivir, sino en saber vivir.
Limitarse a vivir, a existir, a repetir una serie de de actos, desde el mero respirar y el saludable alimentarse hasta el higiénico aseo y el en el mejor de los casos enriquecedor trabajo, no da la felicidad, no hace feliz, aunque quizá pueda ayudar algo. Porque no está la felicidad tanto en el qué se hace, ciertamente, como en el cómo se hace. No está la felicidad tanto en el vivir como en el modo en que se vive. No es tanto vivir experiencias y circunstancias, o aventuras, como saber cómo afrontar cada una de ellas, cómo extraerles su jugo, mejor, su néctar, cómo explotar al máximo las sensaciones gratificantes que aportan. Es decir, que como dice don Diego, no está la felicidad en vivir, sino en saber vivir.
Pero, amigo, quien hace tal afirmación (la de la frase-cita) ha ocultado la parte tramposa: ¿Qué significa saber vivir? ¿Quién nos enseña a vivir? ¿O acaso tal sabiduría nos viene dada de fábrica o de cuna? Porque ha habido en la historia muchos que han intentado y aún intentan enseñarnos a vivir, afirmando con más o menos rotundidad que ellos tienen la fórmula que nosotros debemos repetir con precisión para vivir y ser felices. Claro que la felicidad entendida, un poner, por Adolfo, Pol, Vladimir, Augusto, Fidel, y un larguísimo etcétera de ilustres docentes del vivir es algo absolutamente injustificable, rechazable, vomitivo.
¿Pues no va a resultar que tenemos que aprender a vivir sobre la marcha? Esto es lo que se ha callado don Diego. Que para saber vivir, no hay escuelas. Bueno, sí. Pero uno ha de ser siempre consciente de en qué tipo de escuela se ha matriculado, qué maestro o maestros ha elegido para aprender a vivir, qué doctrinas, qué técnicas, qué prácticas proponen tales escuela y maestro, y qué resultados depara la puesta en acción de sus enseñanzas.
Si, y sólo si, aumenta el calor del corazón, el caudal amoroso que atraviesa nuestro ser, podremos saber que estamos en el camino adecuado. Conectando con la frase-cita de la semana pasada, vivir para los demás está más en la línea de saber vivir que sólo mirar, o admirar, o ensimismarse...
Al menos, así lo espero.
Comentarios