Estamos en semana de
aniversarios y de obituarios. Y además he sido invadido por miríadas de
minúsculas criaturas empeñadas en llenar mi vida de sonidos (toso, estornudo,
sorbo, carraspeo, moqueo, gimo…), así que mis neuronas se han hecho un lío, y
ya no sé si leer La
sonrisa de cuplé, ver El último
etrusco de hierro o escuchar los mejores discursos de la Dama violetera, si lo que estaba in terris era el Principito
o la Pacem...
No he sido nunca demasiado seguidor de la Montiel, la verdad. Veo sus películas antiguas, porque me encantan
las películas antiguas, pero prefiero las de Maruchi Fresno, Amparito
Rivelles o Conchita Velasco
cuando eran actrices de diminutivo, o las de Ana Mariscal, que también hablaba despacio, como la Montiel, pero sin morritos. Y por
aspecto, soy más de la elegancia y la esbeltez de santa Audrey que del curvilíneo sobrecargado de la brillante
cupletera. Pero le reconozco su mérito, y siempre es triste despedir a alguien.
De política tiendo a no hablar, porque soy de los que se calienta rápido y
estalla, dejando ver rápidamente su tontería, así que de doña Margaret no diré nada, salvo el detalle de su peinado, que una
amiga llama «de arriba Inglaterra» (claro que mejor que ella lo llevaba Meryl Streep en la película que tan
oportunamente pugnan ahora los periódicos por sacar). Pero
también tuvo su mérito, mucho, y siempre es triste despedir a alguien. Y
de literatura me da vergüenza conversar, pues el mapamundi de mis lecturas
tiene enormes lagunas, sobre todo en aquellos puntos en los que hay
superpoblación de lectores (soy más de bichos raros que del libro que todo el
mundo lleva en el Metro; claro que reconozco que al menos cuando la gente
llevaba Sampedros debajo del brazo,
se podía intuir un lector inteligente, y no un morbopaginero, un vampilector,
un brujadicto o una romantiletras…). Tuvo, pues,
muchísimo mérito, y siempre es triste despedir a alguien.
En cuanto
a encíclicas, he leído, por trabajo, casi todas las de Juan Pablo II, densas como el chocolate a la taza cuando se enfría,
y alguna de Benedicto XVI, que
tienen una identificación mayor con el néctar. Y también algo de Pablo VI, y de Juan XXIII, cuya biografía en cierto Diccionario de los Santos lleva mi firma. He leído amplios
fragmentos de la Pacem in terris, y
sé que se la menciona en muchos estudios de doctrina social dentro y fuera de
la Iglesia. Tiene un enorme mérito, y en su aniversario
merece la pena reconocerlo. Y del Principito
poco puedo decir: ha sido uno de mis libros de cabecera y fetiche, sigue estando
en la lista de los libros que me llevaría a una isla desierta y ha sido de los
que más tiempo he dedicado al estudio en clase de literatura en la facultad. Tiene
un enorme mérito, y en su aniversario merece la pena
reconocerlo.
Cinco personas, cinco modelos de quienes tomar la frase-cita de
hoy. Difícil elección. Podría cantar aquello de «mani-i-i-i-quí,
mani-i-i-i-quí, soy fría(o), muy fría(o) de aquí», señalándome el corazón o
cualquier otra parte de mi anatomía, pero eso no encaja muy bien con el
espíritu de este blog. Así que, con la promesa y la esperanza de que pronto los
otros personajes tengan su frase-cita aquí comentada, me decanto hoy por esta
perla maravillosa de la mente de Antoine
de Saint-Exupéry:
«Si al
franquear una montaña en la dirección de una estrella, el viajero se deja
absorber demasiado por los problemas de la escalada, se arriesga a olvidar cual
es la estrella que lo guía» (Antoine de Saint-Exupéry).
Me hace
gracia la inocencia de Proverbia.net,
que archiva esta frase en la categoría de problemas. ¿Por qué no en estrellas,
viajes, escalada, montañismo…? Me parece que han caído en aquello de lo que
precisamente don Antonio está
intentando prevenirnos: no olvidéis la estrella que os guía, la estrella que
marca vuestra dirección y vuestra meta. Y los chicos de Proverbia.net se quedan en los problemas de la escalada.
Si al
franquear una montaña en la dirección de una estrella que marca el camino
ciertos personajes no hubieran llegado a su destino, entretenidos en las
dificultades (qué se yo: un esguince de camello, un enredón de turbante en las
ramas de un árbol, un achaque de la edad provecta en medio de un pedregal
montañoso…), y nosotros no tendríamos la dicha de dar y recibir ofrendas a
nuestros seres queridos en la solemnidad de la Epifanía del Señor.
Si en el
ascenso del camino tropezamos con las piedras, nos cansamos, nos quema el sol y
nos puede el calor, y decimos a coro «no-puedo-más-quiero-agua-cuanto-queda-que-calor»,
corremos el riesgo de detenernos y querer regresar al campamento base, con los
que no han podido subir porque estaban enfermos o lesionados. ¿Y? Pues que no
veríamos el Circo de Gredos... Tontolabas…
Tantas
veces nos quedamos en los detalles del camino, en los problemas de la escalada,
en la piedra grande que cuesta rodear, en el río turbulento difícil de
atravesar, en la acumulación traicionera de zarzas y ortigas en el margen del
camino, en el barrizal pestilente en el que casi caemos, en… Tantas veces nos
quedamos en los detalles, en las dificultades, que nos olvidamos de la meta,
del objetivo, del motivo que nos ha hecho emprender el viaje, del destino.
Tantas veces perdemos de vista cuál es la estrella que guía nuestros pasos,
tantas veces dejamos de ser magos, reyes y sabios en busca del hijo de Dios
para ser ventanillas de ocho a cinco de nuestras propias existencias…
Sí, la
escalada tiene problemas, y hay que combatirlos, enfrentarse a ellos, ver la
forma de superarlos. Pero siempre sabiendo que la meta no es superar esos
problemas, sino algo que está más lejos, más alto, más allá, algo que brilla
más que nosotros y que la propia oscuridad aunque a veces no lo veamos,
rodeados de negros bosques cerrados o refugiados en lóbregas cuevas.
Siempre
hay una estrella que guía. Y siempre habrá problemas en la escalada que
intentarán absorbernos, maléficas sirenas que entretienen y distraen. Pero
debemos mantener la cabeza fría para no dejarnos absorber, para seguir fieles
en nuestra subida, que tiene un destino…
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