Antes de que lo olvide, quiero desearos a todos una feliz Pascua.
Un tiempo de alegría, de satisfacción, de entusiamo compartible. A ver si es
verdad.
¡Ah! Y también os deseo una feliz primavera. Cierto es que lo que
tenemos de momento, a pesar del cambio de hora, de que hay más luz cada día que
pasa, de que cuando conseguimos ver un rayo de sol notamos ya su calorcito
acogedor, de que cada día parece que estornudamos un poco más que el anterior,
no parece todavía una verdadera primavera. ¡Pero si todavía no hemos visto ni
una chancla! (salvo a esas turistas rubiotas de corte corporal
vikingo-eslavo-sajón que sólo se ponen calcetines el día de Navidad). ¡Pero si
no para de llover! Cierto, y además tenemos la dicha, los que vivimos en
Madrid, de vivir, en meses pluviosos como estos, como en ciudad costera: en
cada esquina o rincón, en cada calle, plaza o avenida, una pequeña costa evoca
los litorales, desde las suaves playas de las aceras rebajadas hasta los
agrestes acantilados de las aceras de alto bordillo. El oleaje, suavemente
mediterráneo o agitadamente atlántico, dependerá del tamaño y la velocidad del
vehículo que circule en ese momento junto a nosotros… En cada calle podemos
disfrutar de experiencias similares a la del agua rompiendo contra los paseos
marítimos o los cortes en acor vertical: solo con pisar una baldosa (cualquiera
vale, no es necesario buscarlas) de cualquier calle de nuestra hermosa y
generosa capital, saltará el agua hacia lo alto y nuestros pies se sentirán
como en la mismísima playa de Las Catedrales, y nuestros pantalones se mojarán
como si paseáramos por las orillas de la Malvarrosa. ¡Qué delicia! ¡Si hasta
los bares están contribuyendo al ambiente, con el serrín en el suelo y el olor
de los boquerones y los calamares, como si quisieran disfrazarse de
chiringuitos! Sólo faltan los bikinis…, pero todo llegará…
Si es que
el que no se alegra por lo que tiene alrededor, es porque no quiere. ¿O porque
ve demasiados telediarios? Pues últimamente he visto un montón de noticias
buenas, y encima la gente protesta, porque no entienden por qué hay que dar
tanto protagonismo a ese señor que han elegido unos que no son de los nuestros y
que está haciendo cosas buenas a todas horas, en vez de dárselo (el tiempo y el
espacio) a esos otros señores que son tan honrados, tan honrados, tan honrados
que parecen estatuas ecuestres o retratos de pinacoteca.
En fin,
yo he venido hoy a hablar de la alegría, y me estoy yendo por las ramas antes
de empezar. Así que vamos a centrarnos y a escuchar a nuestro frase-citero de
hoy:
«¡Cuán
bueno hace al hombre la dicha! Parece que uno quisiera dar su corazón, su
alegría, ¡y la alegría es contagiosa!» (Fiodor Dostoievski).
Curiosa
me parece la frase de don Fiodor
(hay quien dice Fedor, pero a mí me
suena más gracioso lo de Fiodor, es
como un fiordo noruego, pero con olor de letra griega). Sobre todo la primera
afirmación: la dicha, la alegría, la felicidad, hacen bueno al hombre. ¿Puede
un hombre feliz ser malo?
Pero
vamos antes con la segunda y la tercera parte de su frase, para entender mejor
su primera afirmación. Que la alegría es contagiosa, creo que pocas dudas
podemos tener. La alegría y la risa son quizá las dos cosas más contagiosas que
existen en la existencia humana, por encima incluso de la tos, el catarro o
cualquier epidemia, por terrible que sea. Nada provoca más risas y sonrisas que
oír la risa pura, sincera, exultante, de un bebé. Una visita al Yutú, y queda comprobado. Uno va por la
calle y se cruza con una persona riéndose, o sonriendo con cara de felicidad, y
solo puede tener dos reacciones: dejarse contagiar por esa alegría, cuyo motivo
y origen desconocemos, o reconcentrarnos en nosotros mismos y preguntarnos
acibarados de qué estará riéndose el tontolaba ese con la que nos está cayendo.
¿Y si se acaba de enterar de que va a ser padre, de que le ha tocado la
lotería, de que el amor de su vida regresa a su lado para siempre, de que han
canonizado a Audrey Hepburn, o de que el gobierno ha decidido multiplicar por
quince el salario mínimo interprofesional y reducir en un noventa por ciento
las retenciones del ierrepeéfe?
Además de
ser contagiosa, la alegría nos mueve a compartirla. Nadie se alegra y se lo
calla, escondiendo su felicidad tras un rostro impertérrito y un silencio
terco. Cuando a alguien le ocurre algo importante, o nimio, da igual, algo que
le causa alegría, dicha, felicidad, gozo, no puede menos que dejarlo
transparentar, si no anunciarlo, contarlo, compartirlo. Es algo bíblico (la
Biblia está llena de referencias que son sabiduría pura y dura, vox populi del
corazón y del alma): la mujer que pierde una moneda y la encuentra, el hombre
que pierde una oveja y la encuentra, el pueblo que pierde la libertad en
Babilonia, la recupera y regresa a Jerusalén…, se alegran y lo cuentan, y lo
comparten, y lo cantan incluso (al ir íbamos llorando…). Y ver cómo los demás
se alegran con uno multiplica la alegría. Y así la alegría se expande, como las
ondas.
El
humilde periodista que aún sigue sin creerse que ha escrito un libro y que su
libro gusta y sirve, se alegra cuando recibe la noticia de que, justo al año de
haber visto el primer ejemplar (en la mano de un compañero y amigo suyo del
coro en el que canta, por cierto), su libro, en segunda edición desde junio,
¡ha alcanzado los diez mil ejemplares vendidos! ¿No es para sonreír sin parar,
para alegrarse, para contarlo, para compartirlo? ¡Claro que sí! Y es una
alegría contagiosa, pues mucha gente me devuelve el gesto y multiplica mi
alegría cuando me da la enhorabuena, o cuando pincha el me gusta en el facebook
de la noticia.
Me he
ido… Vuelvo… Quedamos, pues, en que la alegría es contagiosa, y en que la
alegría no puede nunca quedarse dentro de uno: sale y se comparte con los
demás. Así, aunque solo sea por ese efecto multiplicador, estar alegre, ser
alegre, te hace bueno, porque te hace sembrador, propagador, multiplicador,
portavoz de alegría. ¡Qué pocas veces nos (me) damos cuenta de eso! Claro que
para eso hay que tener noticias alegres que transmitir. ¡Como que no las hay!
¿Cómo que no las hay? Ser dador de alegría a los demás conlleva también ser
receptor de la alegría de los demás. Y eso tiene varios riesgos: la alegría de
los demás puede despertarnos la envidia o los celos, por ejemplo, o evocarnos
algo de un pasado que queremos olvidar porque ya no lo tenemos con nosotros. Peor
aún: si estamos receptivos a los demás, quizá lo que recibamos no sea una
alegría, sino una noticia triste, un lamento, un dolor. Y de esos ya tenemos
demasiados para querer aceptar los de los demás.
Entonces,
¿qué nos hace buenos? Ser receptivos a los demás, saber aceptar y acompañarles
en sus circunstancias, mitigando las malas y tristes, y multiplicando las
buenas y alegres.
Jo… Cada
vez que me miro al espejo que llevo dentro de la retina me veo menos… ¡Cuánto
he de cambiar!, necesito por lo menos… ¡uf!... No, ese no es el espíritu. Será
mejor que me vuelva a leer la frase de Fiodor
y me quede callado, a ver qué pasa. Y que sonría, que poco lo hago...
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