He comprado flores esta
semana, y las he puesto en mi casa. A pesar de que casi nunca estoy en ella,
apenas para dormir y poco más; a pesar de que la luz no penetra a raudales por
la ventana, sino que es más bien huidiza y no muy generosa; a pesar de que el
escaso espacio y la abundancia de muebles ya me obligan siempre a caminar de
costado y las flores obstaculizan casi más mis movimientos, a pesar de todo
ello, he comprado flores esta semana y las he puesto en mi casa.
Flores moradas y amarillas.
Alstroemerias de un morado intenso, casi como si fueran Iris, en un color que
nunca había visto en esa flor, muy variada en la pigmentación de sus pétalos
pero más proclive a los tonos rosados, blancos, rojizos, anaranjados o
amarillos. Combinadas con unas cuantas varas de Solidago de puntilloso (o puntillista)
amarillo, en un jarrón alto y estrecho. Juntas han dado, están dando, color,
luminosidad, vida, alegría a mi casa. Llevo toda la semana sonriendo cuando
entro y las veo, esperándome sobre el aparador, junto a la ventana, camino del
despacho (¿a que parece que tengo una casa grande?). Esperan a que les reponga
el agua, las mueva en el jarrón, les corte un poquito los tallos, les quite esa
hoja que empieza a secarse y entristece el conjunto… Y parece que sonríen y todo
cuando he terminado de atenderlas…
A veces muchas veces, las
flores me ayudan del modo que digo: iluminan y alegran mi espacio, me provocan
una sonrisa, logran que desvíe hacia ellas mi mirada y mi atención cuando estoy
sentado frente al ordenador o al televisor, hacen que atienda a sus necesidades
y a su aspecto, me hacen evocar personas, recuerdos, situaciones, momentos…
Creo que las flores tienen la capacidad de serenar el espíritu, de detener el
tempo interior, de suavizar la voz…
«Quien de verdad sabe
de qué habla, no encuentra razones para levantar la voz»
(Leonardo Da Vinci).
Aplastante.
Así que el que levanta la voz no sabe de qué habla. Pues está lleno el mundo de
gente de todo tipo que no sabe de qué habla. Yo mismo soy muy dado a no saber
de qué hablo, digo, a levantar la voz. Intento hacerlo lo menos posible, me
digo a mí mismo que la próxima vez que sienta la necesidad de levantar la voz,
antes de hacerlo tengo que volver a pensar en si me merece la pena, en si tengo
razón o en si no estaré quedando como un tonto pretencioso o engreído.
Levantas
la voz cuando lo que te dicen te enfada, porque te hiere, porque te señala una
verdad que no quieres reconocer, un defecto que no te gusta, una imperfección
que aspiras a que, por no mencionarla, los demás dejen de verla, por evidente
que sea.
Levantas
la voz cuando quieres hacer a los que te escuchan que tú tienes más poder, más
fuerza, más capacidad de convicción, cuando, en realidad, lo que sucede es que
levantas la voz para acallar la voz de los demás, que te está señalando tu
error, tu equivocación, tu delirio.
Levantas
la voz cuando estás rodeado de los tuyos, de los que piensan como tú, para que
vean que piensas como ellos, y sales estúpidamente reafirmado porque has
gritado lo que pensabas a gente que piensa como tú, creyendo que con eso los
que no piensan como tú, que no estaban escuchándote, ni siquiera estaban
presentes, se tienen que convencer de que tú tienes la verdad y la razón. En
eso consiste, más o menos, un mítin electoral, por ejemplo.
Levantas
la voz cuando tu inacción te hacer perder territorio, poder, capacidad, y crees
que con el bullicio vas a lograr que otros te den lo que no has sido capaz de
conquistar o de retener. Infantil cosa.
Levantas
la voz cuando… Levantas la voz, como dice don Leonardo, cuando no sabes de qué
estás hablando. O cuando ni siquiera estás hablando (esos griteríos de
superfan, de groupie, de hooligan, de hincha, de masa…).
Si cada
vez que tenemos tentación, ganas, intención de levantar la voz, pensáramos un
momento qué queremos decir, qué estamos diciendo y qué nos han dicho
previamente, pocas veces levantaríamos la voz.
Algo que
deberíamos aplicarnos, y yo el primero. ¡HE DICHO QUE YO EL PRIMERO!
(No gritesssss...)
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