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Un pensamiento de Michael Lapsley


Dos semanas sin aparecer por aquí por acumulación de trabajo. Si uno quiere mantener un blog de periodicidad semanal, tiene que tener tiempo. Cosa que no siempre ocurre, sobre todo si las actividades laborales fuera de horario coinciden con el único momento de la semana en que se puede dedicar a estos menesteres. No sé muy bien si soy como el Guadiana, que asoma y se esconde, o como MacArthur, que vuelve, pero el caso es que de vez en cuando el tiempo me permite volver a asomarme a esta mi ventana privada al cibermundo.

Para contar, ¿qué? Puf. Podría hablar de la hipocresía de cierta gente que se las da de defensor de grandes causas o ideales. Por ejemplo. ¿Defiendes la dignidad de la mujer y te rasgas las vestiduras exigiendo dimisiones y perdones a quien la ofende con el más mínimo comentario? Perfecto. Pero eso deberías hacerlo siempre, monada. Porque si lo haces cuando el comentario lo dice Don Quien Sea en el medio A, pero no mueves un dedo cuando el comentario lo hace Fulano en el medio X, estás dejando de defender a la mujer, sino que estás utilizándola como excusa para otros fines. Viene todo esto a que no he oído grandes clamores al basto, grosero, soez, vil e indigno comentario de un fulano sobre qué es y qué no es «una mujer completa». Ni respeto a la mujer, ni ningún atisbo de respeto a la dignidad del ser humano. Un desastre.

Podría hablar de esto, o de muchas otras noticias que a lo largo de estas dos semanas me han hecho reflexionar (dejémoslo en pensar). Pero no. Esta semana tengo que recurrir a mi trabajo. Porque es ahí donde he encontrado el motivo (la frase-cita) de hoy. La semana pasada participé en una reunión en la que tuve la suerte de conocer a dos personas que ejercían de algún modo de representantes del autor de un libro de inminente aparición. Digo la suerte y el honor porque conocí a dos personas entregadas a una causa, entusiasmadas con su labor y sobre todo comprometidas profesional y amistosamente con el autor. Personas así hacen que te den ganas de conocer al autor, de leer lo que escribe. Cosas como esta:

«Perdonar es no seguir reprochando a la otra parte el mal que ha causado. Es como desatar un nudo» (Michael Lapsley).

Algunos puede que me acusen de aprovecharme al meter precisamente esta semana una frase-cita de este señor, justo ahora que estoy dedicándome, desde mi trabajo, a darle a conocer. Pero no es la primera vez que aprovecho una cita de algún autor de San Pablo, normalmente escuchada de viva voz en la presentación de algún libro, para comentar la sabiduría inmensa que contienen sus obras (y sus vidas). Pelota, diréis ahora. Pues sí. Pero con sentimiento.

Bueno. El caso es que este señor, Michael Lapsley, que es un sacerdote anglicano neozelandés que vive en Sudáfrica, recibió un buen día (no sería tan bueno el día) un paquete bomba que le estalló cuando lo estaba abriendo. De resultas de aquello, perdió las dos manos y uno de sus ojos. Y pasó mucho, mucho tiempo de dolor y sufrimiento no solo físico, sino de todos los dolores y sufrimientos que se pueden sentir a la vez. Él tomó un camino: el de seguir viviendo, sin preocuparse por saber quién había enviado el paquete, más ocupado en perdonar y recuperar su historia que en vengar sus heridas. Y además decidió que no iba a volcarse en sí mismo, sino que iba a dedicar su vida, en cuerpo y alma según una expresión hecha que parece que estuviera hecha para él, a hacer que las personas, los pueblos, las naciones que tuvieran heridas y sufrimientos enquistados encontraran la manera de sanarse y seguir adelante. Como hizo, hace o está haciendo Sudáfrica. Historias paralelas.

Una de las herramientas, la principal, para llevar a cabo esa tarea que se había propuesto es su testimonio personal. Que transmite a través de la palabra hablada con sus conferencias, a través de la imagen con un impresionante documental sobre su vida, a través de la palabra escrita a través de su autobiografía. Que se titula Reconciliarse con el pasado. Que publica San Pablo. Y que estoy haciendo lo posible por promocionar y darla a conocer. Porque me gusta mi trabajo. Y porque creo que este libro merece la pena el esfuerzo. Por cosas, precisamente como la frase-cita que traigo a colación. 

Una frase-cita que parece fácil, obvia, pero que tiene su miga. Porque anda que no hay veces que vamos diciendo, o pensando, o simplemente que hemos oído eso de «perdono, pero no olvido». Pues mira, si perdonas pero no olvidas, dice el P. Lapsley con esta frase que en realidad no estás perdonando, porque en tu fuero interno sigues reprochando al otro su culpa, y sobre todo porque no has desatado el nudo. Ese nudo invisible que te ata al pasado, a una roca que pesa y te hace más difícil avanzar con libertad, en paz.

Dicen quienes conocen al P. Lapsley que es una persona que te transforma, que cuando le conoces te engancha y no te deja indiferente. Me lo creo. Tiene que ser muy difícil no dejarse impactar por su presencia, por sus palabras. No digo ya por su mirada, para eso me reservo hasta febrero…

Perdonar es no seguir reprochando al otro el mal que ha causado. Esto se refiere a las personas, a la sanación de una historia personal dañada por el mal del otro. Parece fácil cuando el daño es pequeño. Pero cuando el daño es la pérdida de un ser querido en un atentado, o la mutilación del cuerpo, el perdón, el dejar de reprochar al otro el mal que hizo, el desatar el nudo, el seguir hacia delante con libertad y en paz, es más difícil. Mucho más. Pero todos tenemos presentes ejemplos, muchos, de personas que lo han hecho, que han resurgido, de algún modo, de las cenizas en que les querían convertir los otros. He ahí un ejemplo, muchos. No digo nombres, pero los conocemos. 

Perdonar en el ámbito de la historia de una nación, sanar un pasado herido, una sociedad herida, una nación herida, es también algo tremendamente difícil. Imagino que hay una parte que la tienen que hacer las leyes. Otra la revisión de la historia desde la verdad, sin adjetivos. Otra, la buena voluntad de los pueblos, es decir, de cada persona que los conforma, y de sus gobernantes. Pura utopía. Es más fácil seguir reprochando, exigiendo, imprecando, inculpando, reescribiendo, reinventando. Exigiendo perdones a troche y moche. Como si eso se pudiera exigir. A un niño quizá, y aun así lo que consigues es solo que se acerque a su hermana y le diga, a regañadientes, en un hilo de voz casi inaudible y sin ninguna convicción un tímido «perdón», seguido de otro empujón…

Pero no: perdonar es dejar de reprochar a la otra parte el mal que ha causado. Desatar el nudo... 

Vamos, igualito que en el Parlamento, pues anda que tú…

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