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Sobre el buen humor en el cielo (con un pensamiento de Wallace Stevens)


¡Madre mía! Te puede cambiar la vida en medio minuto, qué digo en medio minuto, en una milésima de segundo, y quedarte de repente sin saber de dónde te viene el aire. Yo tenía previsto hablar del escándalo, de la actitud o el comportamiento escandaloso, de esa manera de hacer las cosas que puede ofender y ofende, que puede deseducar y deseduca, que puede tumbar y a veces tumba las más firmes convicciones. «Si alguien llegara a escandalizar a uno de estos pequeños…, sería preferible... que le ataran al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al mar». Tela. La de ocasiones en que me he librado de semejante castigo no por no escandalizar, sino porque nadie se ha atrevido a aplicarme ese castigo… Pero voy a aparcar el tema del escándalo, porque la actualidad, una actualidad cercana y privada, me ha cambiado la vida.

A través del guachap, esa denostada herramienta, y en un mensaje de grupo, de esos grupos que yo mismo a veces ataco con mi habitual desmesura, me ha llegado el siguiente mensaje (a mí y a todos los miembros del grupo, claro): «Los mejores amigos del mundo, para lo bueno y para lo no tanto; siento disgustaros, pero mi padre se ha muerto hace un ratito. Os pido que recéis por mi madre y no me digáis nada: lo sé. Voy de camino. Un beso fuerte».

Me vienen a la cabeza y al corazón tantas palabras, tantos sentimientos, tantas emociones… Se agolpan recuerdos propios, y también los momentos en que has conocido y tratado al recién fallecido. Me vienen, precisamente en momentos en que estoy especialmente sensiblón, las lágrimas fáciles, esas que saltan para ocultar otras más profundas que pugnan por salir pero que siempre acabo conteniendo… 

Soy de los que piensan que uno tiene, como mínimo, una misión en la vida: algunas de esas misiones se resumen torpemente en la clásica expresión que habla de «tener un hijo, plantar un árbol, escribir un libro». Crear una familia, ayudar a andar a una persona, educar a un hijo (o a varios), mejorar la vida de los demás con el fruto de tu trabajo, con tu esfuerzo, con tu sonrisa… Y de algún modo, cuando tu misión en la tierra se ha cumplido, o ha sido traspasada a otras manos más jóvenes, más hábiles o más indicadas para ello, llega el momento de asumir tu misión en el cielo. Porque también en el cielo, ese agradable lugar que ha sido visto como un jardín, un palacio, un bar incluso…, uno tiene que desarrollar una misión. Unos serán querubines, o ángeles tañedores de cítaras y pífanos, otros se dedicarán al seguimiento y la protección, a la custodia, vamos, de los «de abajo», otros, quizá, estén tras la barra del bar sirviendo espiritosos licores en copas con forma de tiara…

En estos momentos en los que tanto se habla de sentido del humor, de capacidad de reír sin ofender, de hacer el bien sonriendo, de libertad y respeto… resulta que fallece el padre de mi amiga, un hombre a quien he conocido, con quien he tratado, con quien he compartido risas y regañinas, con quien he cantado… Y me ha dado por pensar que quizá, por mucho que aquí nos duela, por mucho que a su mujer, a sus hijos y nietos, a sus hermanos y amigos, les duela, le ha llegado el momento de desarrollar su misión en el cielo. Porque es posible que haga falta, ahora, en el cielo, más sentido del humor, del sano. Y él, el padre de mi amiga, es una excelente aportación para mejorar el sentido del humor y pasar largos y buenos ratos con diversión libre y respetuosa. Comenzarán enseguida a multiplicarse las sonrisas en el cielo…

Dice el poeta americano Wallace Stevens (y con esto aporto la frase-cita) que «el buen humor es un deber que tenemos para con el prójimo». Tengo mis dudas. Desde luego, personas como el padre de mi amiga vivieron prodigando a los demás su buen humor. Pero no sé si en su caso era un deber autoimpuesto o más bien era algo de suyo natural… Me inclino más por la segunda opción.

Está claro que el buen humor, vivir con buen humor y extender el buen humor entre los demás, es algo que deberíamos hacer mucho más de lo que hacemos. Y que deberíamos tomar como modelo a aquellos que siempre tuvieron/tienen una sonrisa en la cara. Pero, ojo, una sonrisa cierta, no esa beatífica sonrisa panolística, ni esa huera sonrisa panholística (permítaseme el juego de palabras, que al final los panolis y los buenrollis es lo que tienen, una huera oquedad rellena de nada sin forma…). No, una sonrisa de hombre de bien. Y cabal.

 

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