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Un verso de Antonio Machado o cómo dialogar en un debate



Esta semana es una de esas en las que las noticias me ponen de los nervios. Para empezar, todo se centra en un debate y en la pregunta más tonta del mundo: ¿quién ha ganado el debate? Y por si fuera poco, llegan unos necios salvajes y se dedican a destruir todo lo bueno y sabio que ha hecho el ser humano en siglos de historia. Claro, que antes de eso ya estaban demostrando que son unos necios salvajes destruyendo al ser humano mismo, encarnado en cientos de personas, por ejemplo en los 21 mártires coptos que Dios tiene ya en su gloria. Recemos por ellos (a los mártires por los verdugos). 

Para ilustrar el tema del debate (la barbarie de los salvajes necios no es ilustrable), busqué primero pensamientos que hablaran del diálogo, como por ejemplo este breve poético:

«Para dialogar,
preguntad primero;
después…, escuchad» 
(Antonio Machado). 

Pero antes de ponerme a comentar el debate a la luz de este inteligente consejo machadiano, ocurrióseme preguntar a Doña RAE qué entiende ella por debate y qué porción de diálogo encuentra en una realidad tal. Menudo susto que se lleva uno:

Un debate es una controversia, en primera acepción, y una contienda, lucha o combate, en segunda. Descartemos esta segunda acepción, aunque es lo que se ve muchas veces en los Parlamentos: peleas más que acciones de parlar o hablar…

Siguiendo con Doña RAE, una controversia es una discusión de opiniones contrapuestas entre dos o más personas. Desde luego, está claro que en los debates parlamentarios hay opiniones contrapuestas, muchas opiniones contrapuestas, todo son opiniones contrapuestas, o mejor, todo son contraposiciones, con o sin opinión que las sustente…

Y dice Doña RAE que discusión es acción y efecto de discutir, y discutir es examinar atentamente una materia entre dos o más personas (primera acepción) o contender y alegar razones contra el parecer de alguien. Uno podría pensar que un debate sobre el estado de la nación debería acercarse más a la primera acepción, es decir, el examen atento del estado de la nación realizado conjuntamente entre los varios parlamentarios. Pero va a ser que no, que se quedan estos más en la segunda acepción, en alegar razones (por llamarlas de alguna manera) contra el parecer (o el antojo) del otro…

Si seguimos con Doña RAE, veremos que contender es disputar, debatir, altercar, contraponer opiniones y puntos de vista… Nada (quizá un poco esta última acepción de contraponer opiniones) en lo que aparezca la palabra diálogo, que es, todavía según Doña RAE, una discusión o trato en busca de avenencia, y esto en tercera acepción (mejor obviemos la plática en la que las personas manifiestan sus afectos, de la primera acepción).

Estamos, pues, en que el llamado debate sobre el estado de la nación, que podría y quizá debería ser, como ya he dicho, el examen atento del estado de la nación realizado conjuntamente entre los varios parlamentarios, se queda más bien en una pelea comúnmente verbal (común también en el vocabulario y la calidad de la oratoria), en un lanzamiento de opiniones contrapuestas salpicado, en algún caso, de notas sentimentales (este es mi primer debate parlamentario, dijo uno jovencito, sonriendo; lo recordaré como el primer cigarrillo o el primer beso, le faltó añadir con arrobamiento).

Vamos, que nadie se preocupa por el estado de la nación, sino simplemente por soltar sus opiniones, por intentar que sus venablos envueltos en palabras hagan brecha en las bancadas de los contrarios. De ahí que luego surja la pregunta «¿quién ha ganado?», y que la respuesta a esa pregunta nunca sea «la nación», que es quien debería, siempre, ganar en un debate sobre el estado de la nación. Pero, claro, ahí nadie busca dialogar, nadie está en situación de buscar la avenencia, sino más bien lo contrario, la desavenencia más bronca.

¿Quién ha ganado el debate? Desgraciadamente, nadie. Porque no lo ha ganado quien lo tenía que ganar, que es la nación, aquella realidad, aquella entidad de la que los parlamentarios han ido a hablar, con la supuesta intención de diagnosticar sus males y buscarles remedio, y de fortalecer sus potencialidades y sus bienes.

Pero claro, para eso hace falta dialogar. Y los parlamentarios no dialogan como sugiere Machado (preguntando y escuchando). Algunos, como mucho, se imaginan a sí mismos en su primer debate practicando esa forma de diálogo de la que hablaba Georges Sand («El beso es una forma de diálogo»). Y desde luego casi nadie parece procurar que sus palabras, en un diálogo, estén basadas en sólidas leyes morales, que faciliten la solución de los conflictos y favorezcan el respeto de todas las vidas humanas. Claro, cómo van a poner en práctica el diálogo según Juan Pablo II. Qué cosas, madre… Si casi es mejor jugar al Candy Crash…




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