Hola, corazones
Ayer tuve ocasión de comprobar el estado de la educación (mejor dicho, de la enseñanza) en este querido país nuestro conocido por el nombre de España. Madre e hijo charlaban en el autobús, de regreso a su casa (yo, al menos, iba de regreso a la mía tras la jornada esclavoral). A la pregunta de si tenían muchos deberes para el día siguiente, el chico contestó con cara de displicencia que poca cosa, pues sólo tenían un fácil examen de Cono sobre las Comunidades Autónomas (las mayúsculas, que no falten). Y empezó a decir que era un rollo porque no estaba muy seguro de las capitales: preguntó, por ejemplo, si la capital de Extremadura es Cáceres o Badajoz. Las dos son capitales, contestó solícita su madre, ¿o es que han cambiado ahora el sistema y os enseñan otra cosa para liaros? Siguió el niño hablando, sin aclararse muy bien acerca del concepto de «capital», de que las provincias de Galicia son La Coruña, Orense, Pontevedra y ¡Vigo!, pero la capital es Santiago de Compostela, y no Vigo, como decía un compañero suyo. También, puesto que la capital de Asturias es Oviedo, preguntó si debía considerar Gijón pueblo o ciudad. Y dijo que las provincias catalanas eran Lleida, Barcelona y Gerona (olé esa mezcla idiomática, olé ese tarraconense olvido), y que la capital es Barcelona. Su madre, preocupada, aconsejó a su hijo que contestara el examen «a lo antiguo», y que a la pregunta, un suponer, sobre la capital de Andalucía, él contestara el nombre de las ocho provincias, si es que aún tiene ocho y no le han añadido una nueva...
Mirar al pasado no siempre es lo más indicado, pero cuando en mi colegio todos los alumnos éramos oriundos de ciudades españolas, salvo un vietnamita que cursó pocos años antes que yo, tuve que aprender (y todavía recuerdo) las capitales de todos los países que entonces componían el mundo, y sabía, mal que bien, situar países y capitales en un mapamundi. Ahora que es más fácil que en el pupitre de al lado (¿siguen existiendo los pupitres?) esté sentado un niño natural de Bucarest, de Bata o de Benarés, ahora que el mundo está mucho más globalizado, nosotros nos miramos el ombligo de las Comunidades Autónomas (las mayúsculas que no falten), y comenzamos a estudiar de dentro a fuera, sin preocuparnos de que lo de fuera ya está dentro y de que dentro y fuera, salvo corrección de Coco, no son conceptos tan clausos como pensamos.
No suelo ponerme tan combativo, pero a veces... En fin, vamos con la frase-cita, que se me acaba el tiempo. Sábado 5 de noviembre en la Agenda San Pablo del año en curso. Dice así:
«La llave que se usa constantemente reluce como plata; no usándola se llena de herrumbre. Lo mismo pasa con el entendimiento» (Benjamin Franklin).
La intención de don Benjamín es clara, nítida, diáfana, reluciente. Y es casi imposible rebatirle: si no piensas, el pensamiento enflaquece, enferma, decae, empequeñece...
Pero, ¿es cierto lo de la llave? ¿Es este el mejor ejemplo? En un sentido aprecido hay una frase por ahí que dice que el agua detenida acaba corrompiéndose y es mejor, pues, que corra.
Todos tenemos cerca una o varias llaves. Hagamos el ejercicio de tomarlas en la mano y mirarlas un momento, para comprobar si, usándolas como las usamos, están relucientes como plata o llenas de herrumbre. Seguramente ni una cosa ni otra, ¿verdad? Los materiales (los metales) con que están hechas las llaves de ahora no son, seguramente, los mismos con los que se hacían las llaves en tiempos de don Benjamín. Y tanto cerraduras como llaves eran, en su época, mucho más grandes que ahora. Las llaves de entonces, que ahora consideramos antiguas, tienen un color oscuro, proveniente, con toda seguridad, de la herrumbre, de la falta de uso. Si las puliéramos, o si las tuviéramos todos los días en la mano durante un tiempo, brillarían, no sé como plata, pero brillarían. Hay metales que, cuando se tocan mucho, quedan pulidos y brillantes. Recordemos, si no, esas esculturas, normalmente verdosas, que tienen una parte brillante, casi dorada, no por caprichoso deseo de su autor, sino por rijosa y salz costumbre del personal, que tiende a tocar pechos y nalgas de la mujer (y en ocasiones del hombre) desnudos para la eternidad en la estatua.
Con todo esto no hago más que corroborar la afirmación de don Benjamín: el entendimiento se pule con el uso. Algo tan evidente y que, sin embargo, tantas veces olvidamos, atontolinados como estamos con la visión, desde el salón de casa, de «cosas que no nos hagan pensar». En fin...
Ayer tuve ocasión de comprobar el estado de la educación (mejor dicho, de la enseñanza) en este querido país nuestro conocido por el nombre de España. Madre e hijo charlaban en el autobús, de regreso a su casa (yo, al menos, iba de regreso a la mía tras la jornada esclavoral). A la pregunta de si tenían muchos deberes para el día siguiente, el chico contestó con cara de displicencia que poca cosa, pues sólo tenían un fácil examen de Cono sobre las Comunidades Autónomas (las mayúsculas, que no falten). Y empezó a decir que era un rollo porque no estaba muy seguro de las capitales: preguntó, por ejemplo, si la capital de Extremadura es Cáceres o Badajoz. Las dos son capitales, contestó solícita su madre, ¿o es que han cambiado ahora el sistema y os enseñan otra cosa para liaros? Siguió el niño hablando, sin aclararse muy bien acerca del concepto de «capital», de que las provincias de Galicia son La Coruña, Orense, Pontevedra y ¡Vigo!, pero la capital es Santiago de Compostela, y no Vigo, como decía un compañero suyo. También, puesto que la capital de Asturias es Oviedo, preguntó si debía considerar Gijón pueblo o ciudad. Y dijo que las provincias catalanas eran Lleida, Barcelona y Gerona (olé esa mezcla idiomática, olé ese tarraconense olvido), y que la capital es Barcelona. Su madre, preocupada, aconsejó a su hijo que contestara el examen «a lo antiguo», y que a la pregunta, un suponer, sobre la capital de Andalucía, él contestara el nombre de las ocho provincias, si es que aún tiene ocho y no le han añadido una nueva...
Mirar al pasado no siempre es lo más indicado, pero cuando en mi colegio todos los alumnos éramos oriundos de ciudades españolas, salvo un vietnamita que cursó pocos años antes que yo, tuve que aprender (y todavía recuerdo) las capitales de todos los países que entonces componían el mundo, y sabía, mal que bien, situar países y capitales en un mapamundi. Ahora que es más fácil que en el pupitre de al lado (¿siguen existiendo los pupitres?) esté sentado un niño natural de Bucarest, de Bata o de Benarés, ahora que el mundo está mucho más globalizado, nosotros nos miramos el ombligo de las Comunidades Autónomas (las mayúsculas que no falten), y comenzamos a estudiar de dentro a fuera, sin preocuparnos de que lo de fuera ya está dentro y de que dentro y fuera, salvo corrección de Coco, no son conceptos tan clausos como pensamos.
No suelo ponerme tan combativo, pero a veces... En fin, vamos con la frase-cita, que se me acaba el tiempo. Sábado 5 de noviembre en la Agenda San Pablo del año en curso. Dice así:
«La llave que se usa constantemente reluce como plata; no usándola se llena de herrumbre. Lo mismo pasa con el entendimiento» (Benjamin Franklin).
La intención de don Benjamín es clara, nítida, diáfana, reluciente. Y es casi imposible rebatirle: si no piensas, el pensamiento enflaquece, enferma, decae, empequeñece...
Pero, ¿es cierto lo de la llave? ¿Es este el mejor ejemplo? En un sentido aprecido hay una frase por ahí que dice que el agua detenida acaba corrompiéndose y es mejor, pues, que corra.
Todos tenemos cerca una o varias llaves. Hagamos el ejercicio de tomarlas en la mano y mirarlas un momento, para comprobar si, usándolas como las usamos, están relucientes como plata o llenas de herrumbre. Seguramente ni una cosa ni otra, ¿verdad? Los materiales (los metales) con que están hechas las llaves de ahora no son, seguramente, los mismos con los que se hacían las llaves en tiempos de don Benjamín. Y tanto cerraduras como llaves eran, en su época, mucho más grandes que ahora. Las llaves de entonces, que ahora consideramos antiguas, tienen un color oscuro, proveniente, con toda seguridad, de la herrumbre, de la falta de uso. Si las puliéramos, o si las tuviéramos todos los días en la mano durante un tiempo, brillarían, no sé como plata, pero brillarían. Hay metales que, cuando se tocan mucho, quedan pulidos y brillantes. Recordemos, si no, esas esculturas, normalmente verdosas, que tienen una parte brillante, casi dorada, no por caprichoso deseo de su autor, sino por rijosa y salz costumbre del personal, que tiende a tocar pechos y nalgas de la mujer (y en ocasiones del hombre) desnudos para la eternidad en la estatua.
Con todo esto no hago más que corroborar la afirmación de don Benjamín: el entendimiento se pule con el uso. Algo tan evidente y que, sin embargo, tantas veces olvidamos, atontolinados como estamos con la visión, desde el salón de casa, de «cosas que no nos hagan pensar». En fin...
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