Hola, corazones
Yo tenía previsto, pensado al menos, escribir acerca de mi emoción al ver la tarjeta censal de mi sobrina, que estrena mayoría de edad (tengo más sobrinos mayores de edad, pero la de mi sobrina me ha puesto especialmente sensible), o del extraño comportamiento de la gente cuando llueve (¿os habéis dado cuenta de que la persona que más levanta el paraguas al cruzarse con otra es siempre la más bajita?), pero los jueves suelen traer circunstancias que tratocan todos los planes y todo acaba por sentarnos fatal.
Ayer, la llamada telefónica de un amigo (para ser exactos, varias llamadas telefónicas de varios amigos) me llevó de mi casa al tanatorio, para acompañar a otro amigo y a toda su familia, pues su padre había fallecido esa misma tarde. Como fuera que de jovencito entré a formar parte, y nunca daré suficientes gracias por ello a Dios nuestro Señor, de un gran grupo de gente buena, conocía no sólo a mi amigo, a su mujer y a sus hijos, sino también a sus padres. Bellísimas personas. Él acaba de irse. Y su muerte, y la reciente muerte de otras personas, padres y madres también de amigos míos, me hacen pensar y centrarme hoy en la muerte. Algo que sabemos que ocurre, para lo que intentamos prepararnos y que, en la misma medida, intentamos evitar hasta de palabra, pero que está ahí. Y siempre –permítaseme que saque a colación el título del último libro de la periodista Mª Ángeles López Romero, de la que recientemente he hablado aquí, que en un tono coloquial y casi desenfadado pero siempre riguroso y respetuoso nos recuerda que La muerte nos sienta fatal–, siempre, es verdad, la muerte nos sienta fatal.
Así que cambio de intención y traigo a la memoria una frase-cita sobre la muerte. La rescato de la Agenda San Pablo del año 2002, porque casualmente la tenía a mano y porque en ella apelo a la sabiduría de los santos para tratar el tema:
«El único que no pierde a sus seres queridos es el que los quiere y los tiene en Aquel que no se pierde» (san Agustín).
Sabia, doctamente habla el hiponense acerca de la muerte, mejor, de la trascendencia de la muerte. Porque se trata, como bien dice, de no perder a los seres queridos cuando se van de nuestro lado, de nuestro mundo, de nuestro tiempo. De conservarlos, de seguir escuchándolos, queriéndolos, mirándolos, atendiéndolos. Eso son los recuerdos. Sí. Pero los recuerdos, para quien tiene fe, se conservan en el anaquel de Aquel que no se pierde.
Comienza el hijo de santa Mónica con una afirmación más próxima, común a todos los hombres y mujeres que en el mundo y en la historia hay, ha habido y habrá: «El único que no pierde a sus seres queridos es el que los quiere». Claro, si no, no serían seres queridos. No juguemos. No los perdemos porque los queremos, pero porque los queremos de verdad. Porque su paso por nuestra vida, paso importante, crucial y necesario porque sin tal no habríamos alcanzado la existencia, por ejemplo, nos ha dejado una profunda e íntima huella, porque nos ha llenado el pozo de recuerdos, nos ha permitido ordenar la alacena de nuestros sentimientos y el ordenador de nuestro pensamiento. Porque nos han enseñado a andar. Y si reconocemos eso de nuestros seres queridos, es que los queremos de verdad. Y entonces los conservamos, o no los perdemos, en el recuerdo fiel de su presencia.
Pero el autor de las Confesiones va más allá y se remonta a La Ciudad de Dios: «El único que no pierde a sus seres queridos es el que los quiere y los tiene en Aquel que no se pierde». No perdemos a nuestros seres queridos porque los conservamos en nuestra memoria, en nuestro cerebro y en nuestro corazón, en nuestra propia alma. Pero también, y sobre todo, porque nuestra fe y nuestra esperanza están puestas en «Aquel que no se pierde», que siempre está, que siempre se encuentra (aunque no siempre nos demos cuenta de ello). Aquel a quien hemos entregado no sólo el recuerdo de nuestros seres queridos, sino a ellos mismos, para que continúen viviendo y disfrutando con Él de la vida eterna. Por eso no los perdemos, por eso siempre están con nosotros, porque están con el que siempre está en medio de nosotros.
Por eso nunca habrás perdido a tu padre, porque tu padre, hoy, está con Padre; nunca habrás perdido a tu suegro, porque tu suegro, hoy, está con Padre; nunca habrás perdido a tu esposo, porque tu esposo, hoy, está con Padre; nunca habréis perdido a vuestro abuelo, porque vuestro abuelo, hoy, está con Padre.
Rest in peace!
Yo tenía previsto, pensado al menos, escribir acerca de mi emoción al ver la tarjeta censal de mi sobrina, que estrena mayoría de edad (tengo más sobrinos mayores de edad, pero la de mi sobrina me ha puesto especialmente sensible), o del extraño comportamiento de la gente cuando llueve (¿os habéis dado cuenta de que la persona que más levanta el paraguas al cruzarse con otra es siempre la más bajita?), pero los jueves suelen traer circunstancias que tratocan todos los planes y todo acaba por sentarnos fatal.
Ayer, la llamada telefónica de un amigo (para ser exactos, varias llamadas telefónicas de varios amigos) me llevó de mi casa al tanatorio, para acompañar a otro amigo y a toda su familia, pues su padre había fallecido esa misma tarde. Como fuera que de jovencito entré a formar parte, y nunca daré suficientes gracias por ello a Dios nuestro Señor, de un gran grupo de gente buena, conocía no sólo a mi amigo, a su mujer y a sus hijos, sino también a sus padres. Bellísimas personas. Él acaba de irse. Y su muerte, y la reciente muerte de otras personas, padres y madres también de amigos míos, me hacen pensar y centrarme hoy en la muerte. Algo que sabemos que ocurre, para lo que intentamos prepararnos y que, en la misma medida, intentamos evitar hasta de palabra, pero que está ahí. Y siempre –permítaseme que saque a colación el título del último libro de la periodista Mª Ángeles López Romero, de la que recientemente he hablado aquí, que en un tono coloquial y casi desenfadado pero siempre riguroso y respetuoso nos recuerda que La muerte nos sienta fatal–, siempre, es verdad, la muerte nos sienta fatal.
Así que cambio de intención y traigo a la memoria una frase-cita sobre la muerte. La rescato de la Agenda San Pablo del año 2002, porque casualmente la tenía a mano y porque en ella apelo a la sabiduría de los santos para tratar el tema:
«El único que no pierde a sus seres queridos es el que los quiere y los tiene en Aquel que no se pierde» (san Agustín).
Sabia, doctamente habla el hiponense acerca de la muerte, mejor, de la trascendencia de la muerte. Porque se trata, como bien dice, de no perder a los seres queridos cuando se van de nuestro lado, de nuestro mundo, de nuestro tiempo. De conservarlos, de seguir escuchándolos, queriéndolos, mirándolos, atendiéndolos. Eso son los recuerdos. Sí. Pero los recuerdos, para quien tiene fe, se conservan en el anaquel de Aquel que no se pierde.
Comienza el hijo de santa Mónica con una afirmación más próxima, común a todos los hombres y mujeres que en el mundo y en la historia hay, ha habido y habrá: «El único que no pierde a sus seres queridos es el que los quiere». Claro, si no, no serían seres queridos. No juguemos. No los perdemos porque los queremos, pero porque los queremos de verdad. Porque su paso por nuestra vida, paso importante, crucial y necesario porque sin tal no habríamos alcanzado la existencia, por ejemplo, nos ha dejado una profunda e íntima huella, porque nos ha llenado el pozo de recuerdos, nos ha permitido ordenar la alacena de nuestros sentimientos y el ordenador de nuestro pensamiento. Porque nos han enseñado a andar. Y si reconocemos eso de nuestros seres queridos, es que los queremos de verdad. Y entonces los conservamos, o no los perdemos, en el recuerdo fiel de su presencia.
Pero el autor de las Confesiones va más allá y se remonta a La Ciudad de Dios: «El único que no pierde a sus seres queridos es el que los quiere y los tiene en Aquel que no se pierde». No perdemos a nuestros seres queridos porque los conservamos en nuestra memoria, en nuestro cerebro y en nuestro corazón, en nuestra propia alma. Pero también, y sobre todo, porque nuestra fe y nuestra esperanza están puestas en «Aquel que no se pierde», que siempre está, que siempre se encuentra (aunque no siempre nos demos cuenta de ello). Aquel a quien hemos entregado no sólo el recuerdo de nuestros seres queridos, sino a ellos mismos, para que continúen viviendo y disfrutando con Él de la vida eterna. Por eso no los perdemos, por eso siempre están con nosotros, porque están con el que siempre está en medio de nosotros.
Por eso nunca habrás perdido a tu padre, porque tu padre, hoy, está con Padre; nunca habrás perdido a tu suegro, porque tu suegro, hoy, está con Padre; nunca habrás perdido a tu esposo, porque tu esposo, hoy, está con Padre; nunca habréis perdido a vuestro abuelo, porque vuestro abuelo, hoy, está con Padre.
Rest in peace!
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