La semana
pasada, concretamente el viernes por la noche, estuve en un concierto. No es
algo muy habitual, pues no tengo demasiadas ocasiones de sentarme en una butaca
de auditorio ante una orquesta, y no soy demasiado amigo de las multitudes
enfervorizadas pugnando por una camiseta sudada de su superestrella o coreando baboseantes
canciones mechero encendido en mano. Pero estuve en un concierto. Y me gustó
mucho. Quizá por la novedad. La música sonó espléndidamente, debido tanto a la
calidad de los intérpretes y de sus instrumentos musicales como al buen hacer
de los técnicos de la sala. Las voces (solista y coros), salvo una canción, ya
en la parte final, cuando el cansancio se ha adueñado de los cuerpos, estaban
afinadas y timbradas, y sonaban nítidas, rotundas, plenas. Las canciones eran
magníficas, pegadizas, positivas, divertidas (me quedo siempre con el «Estoy
bien, ayer estaba mal y hoy estoy bien, no sé lo que ha pasado, pero hoy me he
levantado y estoy bien, muy bien», pero todas son fantásticas). No había
demasiada gente, lo que me permitió moverme, bailar y escuchar sin agobios. Y
además casi todo el público era gente conocida, lo que me hizo sentirme más a
gusto aún. Vamos, que lo pasé muy bien.
Y el
domingo, aparte del consabido ensayo con misa cantada en los que suelo
participar, como miembro del Coro que soy, tuve el honor y el privilegio de
cantar, desde el ambón, con el puntito de miedo que da eso, el salmo
responsorial: «Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti». Algo que últimamente
dice y piensa, o necesita pensar y decir, mucha gente, más gente incluso de la
que lo admite. Y me sentí bien cantándolo, y me dijeron que lo canté bien, que
quedó bonito. Y es que el mensaje positivo, la alegría serena que contiene el
texto del salmo ayudan a sentirse cómodo, a relajarse y a ponerle sentimiento
al canto. Como me dijo un amigo antes de la misa: cuando lo cantes, acuérdate
de todos nosotros y notarás cómo tiembla el ambón. Una especie de comunión de
los santos, o de empatía, para los ajnósticos (en pronunciación latina romana,
añósticos).
Ambas
circunstancias son muy distintas, pero tienen dos cosas en común: una, la
sensación de bienestar que me produjeron, una sensación de que en ambas
ocasiones estaba haciendo lo que tenía que hacer y como lo estaba haciendo.
Otra, la música. Da igual que sea una canción pop-rock o una pieza gregoriana:
música es.
Y como
ayer fue santa Cecilia, patrona de la música, pues ya tenemos frase-cita:
«El que escucha música siente que su soledad, de repente, se
puebla» (Robert Browning).
Pues el
caso es que no sé si estar de acuerdo o no con don Roberto Marroneando (¿o es Marronazo??).
Veamos, cuando él escribe esto, es decir, en pleno siglo diecinueve, una
persona no ocupaba el cuatrocientos por ciento de su día con música, ni se
metía bolas de gomaespuma en las orejas para percibir en todo momento su chunda
chunda particular. Uno tenía momentos de música, y momentos de silencio,
momentos de compañía y momentos de soledad.
Pero poco
a poco los momentos de silencio y de soledad comenzaron a parecer inhóspitos, a
llenarse de monstruos, a hacer sentir a quien los vivía una cierta infelicidad,
un desasosiego venido de no se sabe ni qué ni dónde que había que mitigar,
acallar, reprimir. Y se llegó a ese momento en el que todo, hasta el silencio,
tiene que tener música que lo acompañe. Porque la soledad no gusta. O gusta
menos.
Y en ese
sentido, la frase-cita de Roberto no
me entusiasma. Cuando mi soledad está poblada, y su poblador soy yo mismo, mi
soledad no necesita repretarse artificialmente, ni de personas, ni de
palabrería, ni de música ni de imágenes. Es una soledad plena, sonora, buscada,
de la que no es necesario huir. Y la música, entonces, la dejo para cuando
estoy en otras soledades menos especiales. Por ejemplo, cuando plancho, o
cuando estoy buceando ante la pantalla de mi portátil (que siempre está en el
mismo lugar), o cuando voy por la calle o en el transporte público (pero no con
auriculares injertados a presión en el estribo, no: canturreo, tarareo, muevo
la cabeza, muevo el pie, muevo la tibia o el peroné…). Y la dejo (la música)
para momentos en los que estoy en compañía: como música más o menos de fondo en
una conversación con amigos o familia, en un bar.
Claro que
también estoy de acuerdo con Roberto
en que precisamente en esos momentos de soledad más intrascendentes que he
mencionado, como la hebdomadaria tarea de alisado y estiramiento de la
vestimenta o la cotidiana inmersión en el transporte tubular subterráneo, se
pueblan con la música y se convierten en ratos más placenteros y agradables.
Sea en
cualquier caso reconocida a la música su maravillosa capacidad de acompañar y
de evocar otras compañías. Y sea recibido el día, y despedido, con melodías y
acordes armoniosos. Pero no olvidemos que en toda partitura también cabe el
silencio, y casi siempre es tan importante como la corchea que lo acota.
Feliz
semana a todos.
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