Esta
semana he vuelto a ver a un amigo muy querido al que por circunstancias, aun
viviendo en la misma ciudad, no veía desde hacía alrededor de un año. Y me he
dado cuenta al verle de lo mucho que lo envidio. Es bueno y amable, educado y atento,
trabajador y responsable, está casado con una de las mujeres más bellas,
inteligentes y elegantes que conozco, está contento con su trabajo, siempre que
puede se rodea de sus amigos de sus familiares… Yo lo envidio por su sonrisa.
Por su capacidad de sonreír ante todo y en cualquier situación, sin que nunca
esa sonrisa parezca fuera de lugar, insincera, desafortunada o ajena a las
circunstancias. Su sonrisa, además, es contagiosa y acogedora: cuando te
sonríen así estás a gusto y te dan ganas de sonreír a ti también. Se lo dije:
me gusta verte porque siempre tienes una sonrisa que ofrecer a quien está
contigo.
Luego lo
he pensado. Si todos fuéramos más risueños, si intentáramos sonreír más a
menudo (confesémoslo, muchas veces nos da hasta vergüenza), acabaríamos
cambiando nuestro entorno, el clima afectivo-emocional que da temperatura a
nuestro carácter y a nuestro comportamiento. Tampoco es que haya que parecer un
bobo o un masoquista. Pero incluso cuando todo va mal, cuando te atacan y te
hieren puedes tener una actitud más bien que mal humorada. Recordemos a san Lorenzo, que se tomó sonriente su
martirio y le pidió a sus verdugos que le dieran la vuelta en la parrilla, que
ese lado ya estaba muy hecho.
Igual lo
que nos pide el señor de la frase-cita es eso, que le echemos a la vida una
sonrisa de vez en cuando:
«Nunca debe el hombre lamentarse de los tiempos en que vive,
pues esto no le servirá de nada. En cambio, en su poder está siempre mejorarlos» (Thomas
Carlyle).
En camisa
de once varas me quiere meter don Tomás
Cocheinsular (teclea en Google What
does lyle mean?, y verás; claro que si haces lo mismo con el apellido
completo te dice que es alguien procedente de la ciudad amurallada, algo así
como si se llamara Tomás de Ávila, o
Tomás de Lugo). Digo lo de la camisa
de once varas porque estamos en un momento de esos en los que parece que todo
va mal y que nada puede ir peor. Y nos lamentamos, pero como vemos que
lamentarnos no basta, comenzamos a hacer cosas para que todo cambie. Quiero
pensar que todos lo hacemos para que todo mejore. Pero el término mejorar tiene
siempre un respecto a qué, un según qué baremos, desde qué prespectiva, que lo
relativiza y no contribuye a aclarar mucho las cosas.
Preguntémonos
primero en qué consiste el lamento que según Tomás debe evitar el hombre y en consecuencia las acciones que debe
emprender para mejorar el tiempo en que vive. Uno debe lamentarse cuando no
puede hacer otra cosa, cuando el lamento brota del interior de la entraña.
Porque el lamento ha de ser expresado, necesita salir para no enquistarse y
convertirse en un lastre vital. Pero el tiempo del lamento debe ser breve (un
segundo, un minuto, un año, la brevedad la establece la lógica y la experiencia
de cada cual) para poder continuar el camino. Si el lamento sobrepasa su plazo,
si se prolonga en el tiempo, uno acaba por acostumbrarse a él y no sabe
entonces vivir sin lamentarse. Y se convierte en la hiena triste compañera de Leoncio y que va soltando a todas horas
su cantinela: «¡Oh sielos, qué horror!». El lamento es necesario, pero de igual
modo es necesario exorcizarlo.
No
conviene tampoco lamentarse por cualquier cosa. Y mira que yo soy dado a eso.
¡Ay! ¿Qué te pasa? Nada, que tengo mucha plancha. Que trabajo mucho y acabo
agotado. Que no comprendo cómo puede existir alguien que diga que Elsa Pataky protagonizó Sor
Citroen y se quede tan ancho ¡y ni siquiera le fulmine un rayo celestial!
Que me he hecho un corte en el dedo con el filo de un sobre. Que tengo sed.
Pues bebe, so memo, y déjanos en paz…
Podemos
lamentarnos por otros motivos. Como que el mundo cada vez es más egoísta. Pero
que se aparten los demás. O que el mundo es cada vez más egoísta. Pero yo
aparco donde me sale de ahí mismo, que llevo diez minutos dando vueltas y total
por este paso de cebra nunca he visto pasar a nadie con una silla de ruedas. O
que el mundo es más egoísta cada vez. Pero yo me cuelo en el supermercado para
pagar, que he quedado con mis colegas para echar unos petas y yo llevo el ron.
O que el mundo es cada vez más egoísta todavía. Pero no pienso levantarme que
estoy muy cansado y esa vieja se va a bajar en tres o cuatro paradas. O que…
Paso. Que paso. De verdad que paso. Vale, vale, pues pasa, ya me aparto yo…
Si
dejamos de mirarnos el ombligo muchos lamentos quizá dejarían de retumbar en
nuestros oídos. Y si, además, nos quitáramos los auriculares, veríamos (sí, he
dicho bien: veríamos) que hay mucho más en el mundo que nosotros y nuestro
pequeño mundo, y nuestra pequeña miseria. O nuestra gran miseria. Y qué fácil
es, pero qué difícil, mejorar el mundo en vez de lamentarnos. Mejorándonos a
nosotros mismos.
Pero es
tan difícil… Yo llevo cuarenta y cinco años intentándolo y todavía no le he
cogido el tranquillo a la cosa.Voy como el cantante ese, un pasito p’adelante,
un pasito p’atrás. Echo de menos al hombre de la tónica: ¡Eso es que lo has
probado poco!…
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