¿Os ha pasado alguna vez
que os comparáis con alguien y consideráis que salís perdiendo en la
comparación? No me refiero a la comparación fruto de la envidia, o al menos no
de la envidia mala (¿hay envidia buena?, lo dudo), sino a esa comparación que diríase
proviene de una aparente consideración objetiva de las cosas, pero que pierde
de vista muchos detalles y matices.
Quizá con un ejemplo me
explico mejor, o algo. El otro día, viendo pasear a la gente por el Retiro
desde mi atalaya de la caseta en la Feria del Libro, de repente vi pasar a uno que
iba ataviado con una ropa que hizo que mi cabeza se pusiera a rumiar: «qué
jodío, qué ropa tan bonita y atrevida lleva y qué bien le sienta, si yo me
pusiera eso iría hecho un ridículo alfeñique con barriga ajustada». Cuando me
pasan cosas de esas, trato de poner en práctica un consejo, pero no siempre lo
consigo. Dice el consejo que cuando veas a alguien que te provoca pensamientos
similares y te hace sentir mediante la comparación una cierta sensación de
inferioridad, que trates de imaginártelo de otro modo (y aquí valen muchas
opciones: desprovisto de todo ropaje, cortándose las uñas de los pies, en pose
de evacuación escatológica, despeinado y con legañas después de una noche sin
dormir con doble borrachera de tequila…). Un ejemplo menos frívolo: cuando
alguien sabe explicar algo con una claridad y con una brevedad inalcanzable
para tu corto intelecto, y no porque sea un repelente niño vicente, porque a
esos es fácil imaginarlos llenos de defectos, sino porque simplemente tiene esa
capacidad, haz lo mismo: imagínatelo vertiendo el café sobre ciertas partes de su propio cuerpo
cuando está plácidamente sentado, casi repantingado.
Quizá sea inevitable, o
nos cueste mucho (a mí, desde luego, me cuesta), pero la cuestión es que
tenemos que dejar de imaginarnos cosas de los demás. Porque cuando lo hacemos
acabamos comparando, y en la comparación tendemos a ponernos en el término
menor, y podemos acabar haciéndonos daño. Claro que también nos lo hacemos si
andamos todo el día ubicándonos en el término mayor de la comparación, si
seremos engreídos. Lo mejor, entonces, es no comparar.
O ser más comprensivos.
Porque…
«Para los que tenemos fe la noche también es
oscura» (santa Teresa Benedicta de la Cruz-Edith Stein).
Me temo
que esta vez he hecho el comentario a la frase-cita antes de proponerla para su
revisión. Claro que la comparación es distinta, no superficial como la que yo
he sugerido, sino profunda. Pero es lo mismo, porque pienso: «claro, ella, como
es santa, todo lo puede, todo lo soporta, todo lo sublima, todo lo transforma
en amor, en espíritu, en vida; hasta su propia muerte, y no le cuesta nada». Y
entonces ella me dice que naranjas, que me la imagine de otro modo, de otra
manera; que tenga en cuenta que para ella la noche también es oscura.
Me parece
sublime esta sencilla y a la vez profunda frase-cita pensamiento de la santa
filósofa víctima y mártir (víctima por judía y mártir por monja). Para los que tenemos fe, el sufrimiento humano, la
iniquidad, el egoísmo, el mal, la violencia, el pecado, la muerte… tienen una
respuesta. Pero hallar esa respuesta no es algo inmediato, ni automático, ni
fruto de un chas de birlibirloque. No. Cuando te enfrentas a la enfermedad y a
la muerte venidera de alguien, por mucho que hayas sabido, estudiado y creído
la respuesta, por mucho tengas perfectamente asumida la indefectibilidad de la
muerte (¿es válido este concepto, o me he pasado?), por muy fuerte y segura que
sea tu fe, no creas por eso que te vas a ir de rositas, no creas por eso que no
vas a sufrir, que no vas a atravesar no una, sino muchas noches oscuras. Las
mismas, si no más, de quien no ve nada porque nada cree.
La noche
también es oscura. Lo es para todos. Al menos todos atravesamos alguna. Lo
importante es cómo sea la mañana posterior a esa noche.
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