¿Suceden las cosas «al
azahar», o por el contrario todo tiene
una causa, una consecuencia, una o varias de esas dobleuves periodísticas?
¿Algo o alguien puede hacer que todo se envilezca, que las cosas salgan mal una
detrás de otra, que cada palabra dicha, cada gesto, sea interpretado como una
amenaza o un castigo? Si eso ocurre, ¿puede uno cambiar el rumbo merced a una
sonrisa, un silencio, un tragar saliva y seguir adelante, una palabra amable y
un mordisco en la propia lengua? Yo creo que sí. Esta semana me ha pasado dos
veces, en dos ámbitos diferentes, con personas diferentes.
Y eso, precisamente en la
semana en que, gracias a las brillantes traducciones al francés de mis Momentos
de sabiduría que están haciendo las alumnas de la Escuela de traducción
de Janick Benoit y que estoy
colgando en Facebook, le tocaba el
turno al momento número 30, que invita a poner siempre una nota positiva en la
vida. Eso, precisamente en la semana en que una positivísima amiga de
arrollador carácter y palabra tan eficaz como abundante, me invita a mirar las
cosas a mi alrededor de otro modo, analizando los tropiezos como oportunidades
(el que tropieza y no cae avanza dos veces), la oscuridad como un anuncio del
amanecer y las dificultades como conquistas. Incluso en la misma semana en que,
como siempre (no es que no escarmiente, es que en el fondo me sigue haciendo
gracia cómo alguien puede redactar día a día tanto lugar común), mi horóscopo
vuelve a mentirme como un bellaco: «Es muy
probable que en la jornada de hoy te propongan una actividad que te resultará
fascinante y ayudará a evadirte de tus obligaciones». ¡Y nadie me invitó a una cerveza!, ¿os dais cuenta…?
En fin, que la semana ha sido muy rara. Tanto que no sé si ha sido
así porque estaba de Dios que así fuera o porque me lo he buscado yo solito. A
ver si encuentro alguna frase-cita que me lo aclare:
«Siempre
se ha creído que existe algo que se llama destino, pero siempre se ha creído
también que hay otra cosa que se llama albedrío. Lo que califica al hombre es
el equilibrio de esa contradicción» (Gilbert
Keith Chesterton).
Mira tú,
ya tenía yo ganas de volver a sentarme en el sofá y charlar un rato con don Gilberto Quiz. Claro que, mejor me
siento en una butaca individual de las mías, no vaya a ser que alguien piense
cosas raras si me ve sentado encima de este sesudo señor…
Existe
algo que se llama destino y existe algo que se llama albedrío, y existe algo
que se llama equilibrio de la (o en la) contradicción de ambas realidades. Uno
puede estar destinado, predestinado, por ejemplo, por su familia, a casarse con
una mujer en concreto. Ya, ya, ahora funciona más el amor y eso, pero
imaginemos por un momento que soy el primogénito de un conde de Castilla del
siglo pongamos catorce: seguro que ya me tienen preparado, desde jovencito, un
matrimonio con alguna Berenguela, Urraca, Catalina, Isabel o como quiera que se
llame la rica pretendida. Pero, ¿quiero o no quiero? ¿Hasta qué punto mi
albedrío va a entrar en conflicto o se va a aliar con ese destino? Imaginemos,
por cambiar el tercio, que soy un pusilánime correveidile lamenalgar. Mi
destino estará ligado a las veleidades de quien ostente el superiorato sobre mi
enclenque voluntad. Quizá llegaría un momento, no obstante, que mi albedrío
acabara rebelándose contra ese destino presupuesto. Sería el único modo de
recuperar la calificación de hombre.
Pero,
¿adónde vas a parar, dónde nos llevas? Pues a lo que dice Gilberto Quiz Sofá: hay que saber equilibrar esas dos realidades
presentes en nuestras vidas: el destino y el albedrío, para ser un hombre.
También hay que hacer todo eso que decía Rudyard
Kipling, pero eso lo dejamos para otro día, que me alargo mucho si no. A
veces, equilibrar destino y albedrío pasa porque ambas realidades se
identifiquen. Leí el otro día una frase-cita de Billy Cristal: «Cuando te das cuenta [de] que
quieres pasar el resto de tu vida con una persona, quieres que el resto de tu
vida empiece lo antes posible»,
y eso es descubrir tu destino y unirte a él, acomodar tu albedrío al futuro. Gracias, querida amiga, por facilitarme esta cita, y
enhorabuena.
Otras veces, equilibrar ambas realidades será diferente: en el
caso del pusilánime correveidile lamenalgar del que hablaba antes, la balanza
se ha ido desequilibrando, y la voluntad y el albedrío han perdido terreno
hasta casi diluirse. El hombre vive apoltronado en la costumbre, en una
situación amodorrante que quizá sea hasta cómoda, pero en la que poco a poco va
perdiendo la fuerza, la cabeza, la voluntad, el ánimo, la alegría… Y si es
capaz de darse cuenta, para recuperarse a sí mismo deberá reequilibrar esa
balanza desfavorable al albedrío, y luchar, renegar, combatir, modificar el
destino. Porque no tiene por qué ser inmutable. No estamos hablando del destino
de las tragedias griegas, en las que la ira de Zeus, que se autoproclamaba
todopoderoso pero era más bien todoveleidoso, te señalaba con el dedo y te
decía: «Te ha tocado, te la quedas, pa ti pa siempre, tú la llevas,
¡hala!».
Habrá que mantener, pues, corazón y cabeza activos y conscientes para
que el equilibrio entre destino y albedrío nos permita siempre ser hombres
(léase personas, sin adjetivos).
Comentarios