La otra tarde atravesé
Madrid en autobús dos veces (ida y vuelta) y tardé mucho más de lo habitual.
Casi no me había enterado de lo que pasaba, y la verdad, en los horarios en que
hice mi travesía lo único raro eran las calles cortadas y un exceso de nostalgia
entelada. Mucha gente de compras, qué mucha, muchísima, subía y bajaba Goya y
Alcalá, y entraba en las tiendas y salía, después de haber comprado o sólo
mirado. Predominaban, como siempre, las bolsas de las tiendas más económicas,
pero de todo había... Y mucha nostalgia entelada... A mí me han enseñado,
porque lo he leído, lo he oído y lo he vivido, que no es cierto que cualquier
tiempo pasado fuera mejor, aunque es una tentación recurrente cuando lo
presente no nos gusta y le tenemos cierta prevención al futuro, siempre
incierto. Soy más de la opinión de que estamos en lo mejor de lo que nos queda
y de que el futuro lo tenemos que construir apoyados en el presente y con una
conciencia clara de cómo fue nuestro pasado.
Mi travesía, que luego me
enteré de que pudo ser hasta peligrosa, fue lo más digno que pude hacer esa
tarde. Porque yo considero que mi persona tiene excelencia y realce, por mí
mismo y sobre todo por la gracia de Dios nuestro Señor, que me las ha
concedido, como a todos los seres hechos a su imagen y semejanza; y que mi
comportamiento se desarrolla con gravedad y decoro; y que soy merecedor de algo
(la RAE no especifica de qué se debe ser merecedor para ser digno); y que mi
casa, aun siendo pequeña y estando en una calle botellonera que huele a meados,
es aceptable y se puede habitar sin desdoro (con satisfacción y placer,
permítame la RAE la corrección). Mi travesía, el motivo por el que la hice, fue
lo más digno que pude hacer esa tarde, porque no hay nada más digno que
acompañar a una persona, compañera y amiga, en el momento en que su padre ha
fallecido.
Si no,
atengámonos a lo que nos dicen dos santos padres (dos por no alargarme y acabar
convirtiendo esto en una letanía papal):
«Cada
cristiano es misionero en la medida en que da testimonio del amor de Dios.
¡Sean misioneros de la ternura de Dios!»
(Papa Francisco).
«De vuelta a casa, encontraréis a
vuestros niños; hacedles una caricia y decidles: “Esta es la caricia del Papa”» (Papa Juan XXIII).
Hermosa
conexión de ternura que existe en los consejos de estos dos pontífices, el Papa
Bueno (aunque para encontrar papas «malos», pero malos de verdad, malos de inquina y saña, hay que remontarse
mucho más tiempo del que imaginamos) y el Papa de todos (aunque también se ha
coreado, por ejemplo, a Juan Pablo II, porque «te quiere todo el mundo») que está revolucionando la Iglesia (cosa
que también hizo el que convocó el Concilio siendo un amable ancianito, o el
que a fuerza de viajar y hablar lo dinamizó todo, o el que hizo algo
revolucionario que ningún papa moderno había hecho: renunciar), y bienvenida
sea la revolución de todos ellos.
No tengo
hijos a los que transmitir la caricia del Papa (y aunque nadie me viera,
quedaría fatal acariciando mis muebles antiguos, mis cuadros, mis libros o la muñeca
típica de Querétaro que me regaló un buen amigo cuando regresó de México). Pero
hay muchas formas de transmitir esa ternura, sin necesidad de ir acariciando a
nadie. No me imagino, la verdad, la escena: viajero que se sube al autobús y
saluda al conductor con una caricia; cliente que pide un kilo de picada y
acaricia al carnicero (¿cuchillo en mano?, ¡ni se os ocurra!). Aunque sí
podemos acariciar el hombro de la persona que sufre la muerte de un ser
querido, la cara o las manos de la ancianita que está sentada en su sillón en
la residencia, la mano en la que depositamos una ayuda solidaria (no está
permitido llamarlo limosna en el lenguaje polite)… Y también podemos acariciar
mentalmente a todo el mundo (sin cochinadas, eh?), y con la voz, y con la mirada.
Es cuestión de suavizar el tono, mantener la serenidad, esbozar una sonrisa,
actuar con amabilidad y respeto… De tener, en definitiva, al otro siempre
presente como alguien digno, merecedor del mejor trato que puede existir: el
trato del amor de Dios, que es el trato que nosotros mismos percibimos. Claro
que, quizá ahí está nuestro fallo, en que no nos damos cuenta de lo mucho que
Dios nos quiere. Nos quiere tanto como un abuelito Papa que la noche después de
inaugurar el acontecimiento de la historia de la Iglesia más importante del
siglo XX le dice a la gente que le lleve su caricia a los niños. O más.
Y eso es
que tenemos que transmitir, nos dice Francisco, esa caricia, ese amor, esa
ternura. ¿Y cómo? Mira que somos cansinos, que nos lo repiten sin cesar y no se
nos queda…
No
arrogándonos nada, ninguna prebenda que excluya a los otros, y actuando con
ellos, con todos, con respeto, educación y atención. Porque incluso los que
excluyen a los otros, los que se arrogan prebendas que no les corresponden y se
atribuye epítetos que les vienen grandes, son merecedores, por el mero hecho de
existir, de que seamos para ellos testimonio del amor de Dios.
No quiero
que nadie piense que esto quiere decir que voy predicando el lema de paz amor y
buen rollito. Es más serio. Que los Papas, aun cuando hablan de caricias y de
ternuras, son más serios…
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