Me ha pillado el toro de
los acontecimientos. Prometí hacer una de mis crónicas o anecdotarios de la Feria del Libro y aún no lo he
conseguido. Pero claro, en el día posterior a la proclamación de Felipe VI como Rey de España me parece frívolo andar contando las tristes
peripecias de un vendedor de caseta de feria en el Parque del Retiro… Aunque
sea la Feria del Libro y el vendedor no sea otro que mi egregia persona…
Postergo, pues, unos días más mi anecdotario de la Feria.
No quiero pasar la
oportunidad sin hacer al menos una mención o dos a los acontecimientos del día
de ayer, jueves 19 de junio. Somos granitos de arena de la playa, somos
minúsculas partículas en los acontecimientos de la historia, pero somos
importantes. Porque sin granitos de arena no hay playa, y sin nadie que vea,
mire, oiga, escuche, apoye, aclame, anime, aplauda, se emocione, llore,
suspire, rece, espere, sueñe, se ilusione, participe… la proclamación del rey
habría sido un acto sin valor, o mucho menos intenso de lo que fue. Yo al menos,
soy un granito de arena. Me tocó serlo de la parte de la arena que se moja con
las olas, de lo mucho que lloré. Soy de lágrima fácil, como Doña Elena. Por cierto, si la vida
fuera una película y en algún momento hubiera una entrega de premios, Doña Elena
se llevaría sin duda el Premio a la Mejor Actriz de Reparto. Una actriz con un
papel secundario, a veces con escenas memorables y con momentos de auténtica
protagonista, pero sin cuya aportación el guión perdería fuerza dramática y vis
cómica a partes iguales y los protagonistas quedarían algo deslucidos. Y por si
fuera poco es la madre del trastolillo más simpático que ha tenido nunca casa
real alguna (qué foto más buena, la de Don
Felipe Juan asomado entre cortinas de Palacio, con cara de susto y el móvil
al oído…).
Por otro lado, tengo que
dar las gracias con emoción al rey, al nuevo rey, por sus palabras. En concreto
por un párrafo que reproduzco y que me ha hecho pensar en mucha gente. Primero
el párrafo:
«A lo largo de mi vida como Príncipe de Asturias, de Girona y de
Viana, mi fidelidad a la Constitución ha sido permanente, como irrenunciable ha
sido –y es– mi compromiso con los valores en los que descansa nuestra
convivencia democrática. Así fui educado desde niño en mi familia, al igual que
por mis maestros y profesores. A todos ellos les debo mucho y se lo agradezco
ahora y siempre. Y en esos mismos valores de libertad, de responsabilidad, de
solidaridad y de tolerancia, la Reina y yo educamos a nuestras hijas, la
Princesa de Asturias y la Infanta Sofía».
No es mucho suponer, y no
he sido ni el primero ni el segundo en pensarlo, que en la referencia a los
maestros y profesores de Don Felipe a lo largo de su vida se pueda incluir a mi
Padre. Él fue uno de los artífices
de su formación militar (y humana: toda formación académica tiene un componente
de formación humana, y la formación militar transmite muchos valores humanos:
compañerismo, solidaridad, convivencia, tolerancia, cumplimiento del deber…).
Cuando mi Padre falleció, el entonces Príncipe Felipe asistió, a título
personal, al funeral por mi Padre. Mi sobrina le dio las gracias por haber ido
a la misa de su abuelo, y él le contestó: «Es que yo quería mucho a tu abuelo». Ayer ese
cariño y ese reconocimiento a sus maestros y profesores se hizo muy vivo, muy
presente en mi corazón, y en el de toda mi familia.
Gracias, Majestad, por
permitirme ese recuerdo, por reavivar en mí el orgullo por mi sangre. Y gracias
por recordarme que le debo mucho a quienes han contribuido a mi formación: a mi
familia, a mis maestros y profesores, a mis catequistas, a todos los que me han
enseñado los valores que vivo y los que quiero vivir.
A todos los que me han
enseñado a comportarme…
La buena educación consiste en
esconder lo buenos que nos creemos y lo malos que pensamos que son los demás.
Una persona bien educada, por
ejemplo un presidente de comunidad autónoma bien educado, no iría a un acto
como una proclamación de un rey pensando que ese acto no va con él porque él es
más listo, más guapo y más inteligente que ese rey (me parto lo que es capaz de
llegar a pensar algún patoso). Un presidente de comunidad autónoma bien educado
entendería rápidamente que no ha sido invitado a ese acto por su cara bonita
(ejem...), sino porque representa al pueblo que gobierna, que es una porción del
pueblo que está proclamando rey a su rey. Y sabría que les representa a todos,
no solo a los que le votaron, sino también a los que nunca votan, y a los que
nunca le votarían a él. Y que por tanto, como está en ese acto representando a
todo su pueblo, y no a sí mismo y a su grupito, no puede comportarse en ese
acto como un pavo real presuntuoso, sino que debe esconderse a sí mismo y sus
propios pensamientos sobre sí mismo y sobre el rey, y ponerse en la piel de
todas y cada una de las personas a las que, como gobernante de una porción de
España democráticamente elegido por esa porción, está en ese momento representando.
Y dejarse de mondongadas, y de ínfulas de esto no va conmigo. Y si no, te
arriesgas a que te llamen maleducado. Porque lo eres.
Una persona bien educada dejaría
las palabras malsonantes, las blasfemias, su propio modo de pensar acerca de
temas fundamentales, trascendentales o simplemente importantes cuando está en
su negocio, en su puesto de trabajo, y esas opiniones pueden ser molestas a los
clientes del negocio. No suele ser bueno para el negocio, por ejemplo un
restaurante, que los camareros blasfemen mientras sirven la comida a los
clientes, porque no saben si entre la clientela hay personas que podrían
molestarse, enfadarse y no volver nunca más a ese negocio. Y si encima ya saben
que están fastidiando, ni te cuento. Así que no te enfades si cuando pasa eso
te llaman maleducado. Porque lo eres.
Una persona bien educada nunca se
comporta ante los demás, en ningún sitio, como si fuera el único, el mejor, la
octava maravilla del mundo y los demás unas piltrafillas apestosas. El mejor,
el más educado, siempre se comporta como dice Twain, pero de verdad, es decir:
con humildad y con respeto: «La buena educación consiste en esconder (con la
humildad) lo bueno que pensamos de nosotros y [en esconder] (con el respeto) lo
malo que pensamos de los demás» Y así
quizá podamos descubrir, apreciar y valorar lo bueno que hay en los demás y
corregir, modificar y rectificar lo malo que hay en nosotros.
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