Siempre he pensado que el Evangelio del joven rico podía tener otro final. Este es el que hace ya muchos años propuse en la Hoja parroquial del Buen Suceso.
Y vino para decirme, mirándome a los ojos, que me fuera con él.
La primera vez que lo vi fue sólo un
momento, un breve instante pero que, aunque yo aún no lo sabía, cambió mi vida.
Era un hombre atractivo, bien parecido, de cuerpo proporcionado y facciones
hermosas, que emanaba una energía como nadie que había conocido hasta ese
momento. Él no me vio, ocupado como estaba en atender a la multitud que se le
acercaba para mirarle, tocarle, escucharle. Para todos tenía una sonrisa, una
palabra amable, una caricia.
Quise desde entonces conocer más
acerca de él. Pero no quería despertar sospechas: un joven de buena posición
como yo no podía ir preguntando por ahí quién era ese hombre sin riesgo de
comprometer su reputación y la de su familia. No fue así: supe enseguida que se
trataba de un maestro, de un hombre de fe.
Me hablaron de él: sus enseñanzas,
decían, eran sorprendentes, impactantes. No es que dijera cosas nuevas, sino
que las pronunciaba de una manera nueva. Algunos de los que conseguí que me hablaran
de él lo hacían con entusiasmo, con arrobo (al menos eso interpreté de los
comentarios de una joven de dudosa reputación que había abandonado su viejo
oficio). Otros, por el contrario, comenzaron diciendo que se trataba de un
personaje conflictivo, cuya compañía no me convenía: al parecer no predicaba
habitualmente en la sinagoga, sino que se dedicaba a recorrer calles, ciudades
y pueblos contando sus “teorías”.
Aunque soy educado, correcto y de
buena familia, y practico todos los mandamientos de la ley del Dios de nuestros
padres, tengo en ocasiones un arrebato de rebeldía, debido quizá a que todavía
soy joven y anhelo algo mejor que lo que tengo. Así que me decidí a conocerle
en cuanto tuviera ocasión.
Algo que no me resultó difícil.
Cuando le vi, estaba hablando con un grupo. Me armé de valor, me acerqué, y le
dije: «Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?». Él,
sorprendido de que le hubiera llamado bueno sin conocerle, me dijo que el único
bueno es Dios y me recordó los mandamientos. Yo le repliqué, impaciente, sin
poder creer que el personaje tan maravilloso del que me habían hablado no
tuviera una respuesta mejor que ofrecerme, que todo eso ya lo venía practicando
desde hacía tiempo.
Entonces me miró fijamente, diciéndome:
«Vende lo que tienes y luego sígueme». Yo bajé inmediatamente la cabeza y me
retiré en silencio. Su respuesta era muy difícil de aceptar, y su mirada...
Sus ojos me penetraron, conocieron
en un instante mis debilidades, mis angustias, mis miedos. Mis secretos más
íntimos, aquellos que ni yo mismo sabía, quedaron a la luz tan sólo con un
toque de sus ojos. Me sentí desnudo, y me avergoncé. Algo en mi interior me
decía que el mismo Dios me había tocado con su mirada, y no me sentí digno de
tal cosa. Por eso me fui.
Pero esa mirada siguió conmigo. Lo
que en un principio había sido un recuerdo abrasador, que me humillaba, fue
convirtiéndose poco a poco en una reconfortante sensación, a medida que yo iba
reconociendo que mis debilidades, mis angustias, mis miedos y mis secretos, una
vez descubiertos, eran parte del pasado.
Sí, realmente esa mirada me
transformó. Y aunque tengo un cierto apego a las comodidades, a las riquezas, a
los objetos, he decidido vivir de otra manera. He vendido mis bienes y los he repartido
entre los pobres, como él me dijo. Y aunque me han dicho que lo mataron hace
poco, me he puesto en contacto con sus discípulos para unirme a ellos, porque
andan como locos diciendo que ha resucitado. Estoy convencido de que es así:
alguien con esa mirada no puede ser más que el mismo Dios.
Y vino para decirme, mirándome a los ojos, que me fuera con él.
Comentarios