Hola, corazones
Ahora que me he pasado dos semanas y pico adherido a una muleta, hasta que me he liberado de ella, he tenido ocasión de darle vueltas y más vueltas a la poca atención, a la falta de consciencia que ponemos en nuestros actos. Algo tan sencillo como andar se puede volver un problema muy serio cuando tienes una dificultad, y es entonces cuando te das cuenta de que cuando caminas no te fijas en cómo apoyas el pie, en la trayectoria y longitud de tu zancada, en la altura necesaria que debe alcanzar la pierna para dar el siguiente paso, en lo peligrosa que puede ser una distracción cuando das un paso al frente con los sentidos puestos en lo que acontece alrededor, sea a la izquierda, a la derecha, de frente o ¡peor! detrás de ti… Bobadas, quizá, porque es evidente que no tenemos que estar todo el rato preocupados por eso: la concentración necesaria para respirar y movernos nos tendría absortos para siempre. Pero sí que viene bien, de vez en cuando, tomar consciencia de nuestros actos, de aquello que hacemos sin pensar, sin darnos cuenta, por inercia, por rutina, y analizar cómo lo hacemos. Aparte de cuestiones de salud, como la corrección postural que puede evitarnos lesiones y dolencias, está la cuestión de advertir cómo nos conducimos en la vida, que no es asunto baladí.
He buscado frase-cita para hablar de este tema y aún no la he encontrado, así que volveré sobre ello en otra ocasión. Hoy el tiempo me apremia y me voy a entretener con algo más sencillo.
«Viajar es una buena forma de aprender y de superar miedos» (Luis Rojas Marcos).
No podía evitar don Luis meter en su reflexión algún aspecto relacionado con la psique de la persona. Viajar, dice, es una forma de superar miedos. Doy por buena la premisa, pero la pongo en cuarentena personal. Me explico: en términos generales, viajar puede ser una buena forma de vencer, superar o mitigar el miedo a lo desconocido. No tengo duda. Viajas, conoces lugares y gentes diferentes y te das cuenta de que, por diferentes, no dejan de ser iguales, no dejan de tener unos elementos básicos que te unen o te igualan a ellos. De acuerdo. Pero no siempre se superan los miedos. Por ejemplo, ese hormiguillo estomacal que me entra cada vez que tomo un medio de transporte para desplazarme a alguna de mis ciudades fetiche, esas a las que voy todos los años de mi vida al menos una vez, no desparece por más veces que me haya desplazado en ese medio de transporte y a ese mismo destino, por más que ya el acto de viajar allí sea una acción habitual, o al menos no extraña. Claro, que la cosa es saber si ese hormiguillo lo produce el miedo o la satisfacción de saber que voy a pasar un tiempo de mi vida en uno de esos lugares necesarios de la vida, de mi vida.
Viajar, dice don Luis, es también una buena forma de aprender. Repaso los viajes que he realizado en mi existencia (y me sobran dedos, casi todos) intentando descubrir qué cosa he aprendido en cada uno de ellos. Por ejemplo, que los aviones no se caen (hay excepciones, pero, gracias a Dios, el porcentaje es mínimo). Por ejemplo, que uno sabe desenvolverse mejor de lo que cree. Por ejemplo, que la independencia y la autonomía personal tienen amplio desarrollo, pero también límites. Por ejemplo, a vencer la timidez para arrancarse a hablar, incluso en idiomas ajenos, y pedir agua, comida, o “guan tiquit tu kentáki”, por ejemplo. Que en algunas ciudades insulares europeas hay que mirar a los dos lados para cruzar la calle (y en algunas no insulares hay que mirar a los dos lados varias veces y lanzarse rezando a la calzada). Que para ser agradecido, según donde, hay que quedar obligado o reconocer la merced recibida, pero que siempre viene bien sonreír. También aprendes a desmitificar tópicos: ni en Amsterdam todo el mundo lleva un porro en la mano ni en Oporto se sopla más que en la media por mucho vino que tengan ni en Londres comen sólo sándwiches de pepino.
No es que yo viaje mucho, ya digo, pero voy a dar la razón a don Luis (aunque no la necesita: ya la tiene). Y para corroborarlo, puede que pronto, muy pronto, me embarque de nuevo en una aventura viajera. Para aprender, por ejemplo, que detrás de cada puerta puede haber una iglesia (pista para descubrir mi próximo destino).
Hasta mi regreso, que la felicidad os acompañe.
Ahora que me he pasado dos semanas y pico adherido a una muleta, hasta que me he liberado de ella, he tenido ocasión de darle vueltas y más vueltas a la poca atención, a la falta de consciencia que ponemos en nuestros actos. Algo tan sencillo como andar se puede volver un problema muy serio cuando tienes una dificultad, y es entonces cuando te das cuenta de que cuando caminas no te fijas en cómo apoyas el pie, en la trayectoria y longitud de tu zancada, en la altura necesaria que debe alcanzar la pierna para dar el siguiente paso, en lo peligrosa que puede ser una distracción cuando das un paso al frente con los sentidos puestos en lo que acontece alrededor, sea a la izquierda, a la derecha, de frente o ¡peor! detrás de ti… Bobadas, quizá, porque es evidente que no tenemos que estar todo el rato preocupados por eso: la concentración necesaria para respirar y movernos nos tendría absortos para siempre. Pero sí que viene bien, de vez en cuando, tomar consciencia de nuestros actos, de aquello que hacemos sin pensar, sin darnos cuenta, por inercia, por rutina, y analizar cómo lo hacemos. Aparte de cuestiones de salud, como la corrección postural que puede evitarnos lesiones y dolencias, está la cuestión de advertir cómo nos conducimos en la vida, que no es asunto baladí.
He buscado frase-cita para hablar de este tema y aún no la he encontrado, así que volveré sobre ello en otra ocasión. Hoy el tiempo me apremia y me voy a entretener con algo más sencillo.
«Viajar es una buena forma de aprender y de superar miedos» (Luis Rojas Marcos).
No podía evitar don Luis meter en su reflexión algún aspecto relacionado con la psique de la persona. Viajar, dice, es una forma de superar miedos. Doy por buena la premisa, pero la pongo en cuarentena personal. Me explico: en términos generales, viajar puede ser una buena forma de vencer, superar o mitigar el miedo a lo desconocido. No tengo duda. Viajas, conoces lugares y gentes diferentes y te das cuenta de que, por diferentes, no dejan de ser iguales, no dejan de tener unos elementos básicos que te unen o te igualan a ellos. De acuerdo. Pero no siempre se superan los miedos. Por ejemplo, ese hormiguillo estomacal que me entra cada vez que tomo un medio de transporte para desplazarme a alguna de mis ciudades fetiche, esas a las que voy todos los años de mi vida al menos una vez, no desparece por más veces que me haya desplazado en ese medio de transporte y a ese mismo destino, por más que ya el acto de viajar allí sea una acción habitual, o al menos no extraña. Claro, que la cosa es saber si ese hormiguillo lo produce el miedo o la satisfacción de saber que voy a pasar un tiempo de mi vida en uno de esos lugares necesarios de la vida, de mi vida.
Viajar, dice don Luis, es también una buena forma de aprender. Repaso los viajes que he realizado en mi existencia (y me sobran dedos, casi todos) intentando descubrir qué cosa he aprendido en cada uno de ellos. Por ejemplo, que los aviones no se caen (hay excepciones, pero, gracias a Dios, el porcentaje es mínimo). Por ejemplo, que uno sabe desenvolverse mejor de lo que cree. Por ejemplo, que la independencia y la autonomía personal tienen amplio desarrollo, pero también límites. Por ejemplo, a vencer la timidez para arrancarse a hablar, incluso en idiomas ajenos, y pedir agua, comida, o “guan tiquit tu kentáki”, por ejemplo. Que en algunas ciudades insulares europeas hay que mirar a los dos lados para cruzar la calle (y en algunas no insulares hay que mirar a los dos lados varias veces y lanzarse rezando a la calzada). Que para ser agradecido, según donde, hay que quedar obligado o reconocer la merced recibida, pero que siempre viene bien sonreír. También aprendes a desmitificar tópicos: ni en Amsterdam todo el mundo lleva un porro en la mano ni en Oporto se sopla más que en la media por mucho vino que tengan ni en Londres comen sólo sándwiches de pepino.
No es que yo viaje mucho, ya digo, pero voy a dar la razón a don Luis (aunque no la necesita: ya la tiene). Y para corroborarlo, puede que pronto, muy pronto, me embarque de nuevo en una aventura viajera. Para aprender, por ejemplo, que detrás de cada puerta puede haber una iglesia (pista para descubrir mi próximo destino).
Hasta mi regreso, que la felicidad os acompañe.
Comentarios