Continúo
dándole vueltas a lo que dije la semana pasada, y algunas noticias de la
presente hacen que incida de nuevo sobre la misma cuestión recurrente: «Vivimos en un tiempo en el que todos parecen empeñarse en
exigir a los demás un determinado comportamiento que no cumplen para sí mismos».
Y hablé de exigencias y requerimientos que oímos constantemente. «Lo que tiene
que hacer JoseBenito Nosecuántinger
es pedir perdón», «Marciano Vayaustedasaberquiénsoy
debería dimitir si es que aún le queda algún resquicio de moralidad», «El-Federico Miraquienestabaalhabla
tendría que callarse antes de hablar de moral ni de nada»…
¿Noticias
nuevas? O las mismas de siempre. Porque llegan unos señores muy enseñoreados mal
afeitados y unas señoras muy mal aconsejadas en la selección de los trapos con
que adornarse (un notable para Natividad
Neumático, suspenso para todas las demás), y comienzan a darse el lujo de
hablar de todo sin que venga a cuento, y entonces los que están de acuerdo con
ellos aplauden como locos y los que no están de acuerdo comienzan a decir: «Lo
que tiene que hacer Meritxell Puturrú
es callarse, que bien que ha cobrado de lo que ahora critica», «Pues con el
vestido subvencionado que lleva Camila
Roca (y lo mal que le sentaba, oiga) se podían haber pagado no se sabe
cuántos millares de toallas nuevas», y así. Demasiado revuelo para mi gusto,
demasiada salida de tono por parte de unos y de otros, y de los de más allá,
que están todos con unas ganas que no se tienen de decirle a la gente lo que tiene
y lo que no tiene que hacer. ¡Si lo que tienen que hacer es callarse de una
vez!
Y en
estas estamos cuando llega un político ruso (¿se puede ser eso?, me pregunto, a
juzgar por lo que dijo) y plantea que se organice un sistema de control de la
actividad sexual de la población, algo así como una cartilla de racionamiento,
porque la gente fornica demasiado. Las cartillas de racionamiento llevan al
estraperlo, al contrabando, al enriquecimiento de unos y al empobrecimiento de
otros, a la inflación de precios de determinados productos, a la alteración
frauduenta de los productos, a la sustitución de unos productos y de unas
prácticas por otros de peor calidad y mayor riesgo para la salud, al desarrollo
de cientos de trucos y situaciones para burlar los racionamientos, a la
aparición de centros clandestinos de distribución de productos racionados de
difícil adquisición, al robo, a… Trasladen todo esto al sexo… Ya estoy viendo
la peli, y eso que no es aquí, ni hay guerra civil, ni… «Vivimos en un tiempo en el que todos parecen empeñarse en
exigir a los demás un determinado comportamiento que no cumplen para sí mismos»,
me repito. Y entonces me encuentro en el periódico la siguiente reflexión
enciclopédica:
«Cuidado
con el hombre que habla de poner las cosas en orden, porque siempre significa
poner las cosas bajo su control» (Denis Diderot).
Bueno,
don Dionisio, tampoco es para
ponerse así. A mí en mi casa, por ejemplo, me gusta poner y tener las cosas en
orden, y bajo control, es decir, tener la seguridad de que cuando voy a abrir
el armario de las toallas voy a encontrar toallas, y cuando voy a preparar el
desayuno voy a encontrar las tazas precisamente en el sitio en el que considero
que deben estar. Y es que claro, soy muy dictatorial, y me gusta tener las cosas
de mi casa bajo mi control. Porque aunque tengo muebles de Ikea, mi casa no es ninguna república independiente (referéndum
para decidir la ubicación definitiva del azúcar), ni una acracia asambleísta
(mano alzada para decidir a qué grupo le corresponde incumplir esta semana la
recogida de pelusas con la escoba), sino una monarquía absoluta sometida a los
criterios, a veces rígidos, a veces permisivos, de mi veleidosa voluntad, lo
que hace mi mundo un lugar algo decadente y elegante a un tiempo (aquí las
corbatas, aquí las camisas, aquí los pantalones…). Pero claro, usted, don Dionisio, no se refiere a mi mundo
personal. Yo tampoco, porque yo sí me digo a mí mismo lo que tengo que hacer, y
a veces incluso me lo exijo con insistencia.
Usted
habla más bien, me parece a mí, del ámbito de lo grupal, de lo social, de lo
político incluso. Usted nos está previniendo contra el hombre que dice que
tiene la solución para acabar con la situación de crisis económica, malestar
social y depresión anímica del país, que tiene una propuesta de moralización de
la sociedad que va a levantar el país y lo va a convertir en la primera
potencia. Porque detrás de un señor de esos puede haber un deseo voraz de
dominio, de control, de mando, de poder, e incluso, casi siempre, de destrucción.
Usted, don Dionisio, nos está previniendo contra esos que pretenden que todos
pensemos igual, que todos nos comportemos igual, que todos elijamos un enemigo
común para culparle de todo. Contra esos que, como el anuncio ese tan gracioso,
nos están diciendo que a partir de ahora sólo escucharemos una canción (¡y qué
canción!) y sólo podremos tener por mascota una llama (total, babas al fin y al
cabo). Y qué fácil es que le entreguemos, comodidad, pereza, desidia,
inconsciencia, estulticia o la razón que sea, nuestra voluntad, primero en
pequeñas cosas, hasta acabar absorbidos del todo.
Estoy un
poco apocalíptico. Pero en un momento (como ahora) en que todo nos parece
desordenado (porque todos, hasta los más caóticos, necesitamos algo de orden y método
para sobrevivir), podemos caer fácilmente en la tentación de delegar en otros
aparentemente más capaces o hábiles para poner orden, nuestro orden, sin darnos
cuenta de que al final están imponiendo su orden. El otro día veía un capítulo
de Los Simpsons en el que toda la
ciudad de Springfield caía rendida
bajo el omnímodo poder e influencia del «Líder». Eso es precisamente lo que
debemos evitar.
¿Cómo?
Pensando. Tomando las riendas de nuestras cosas, de las cosas que nos
preocupan. Dialogando. Escuchando. Justo lo que no hacen, fíjate qué cosas, los
que quieren poner las cosas en orden para tenerlas bajo su control. Justo lo
que no hacen los que mencionaba la semana pasada, enfrascados como andan en
exigirse mutuas actuaciones que no piensan realizar ellos mismos.
Hay quien
diría que la invitación de don Dionisio
es una invitación a la desconfianza, a la duda. No lo veo tan así. Una cosa es
tener confianza, y confiar en alguien, y otra cosa es entregarse ciegamente,
sin preocuparse por nada, sin atender a las consecuencias, lanzándose al vacío
sin red y al vertiginoso hormiguillo en el estómago esperando que los brazos de
Burt Lancaster nos recojan a tiempo
y nos devuelvan al trapecio. Grave error, sobre todo si no sabemos si tenemos
vértigo, si tenemo la fuerza suficiente para aguantar el tirón sin sufrir un
desgarro muscular, y si hemos saltado con la fuerza adecuada (ni más:
chocaríamos, ni menos: caeríamos) y en el momento preciso (ni antes: caeríamos;
ni después: caeríamos).
Veo más
bien una invitación a pensar, a estar alertas y precavidos, a razonar, a
analizar, a escuchar, a dialogar, a ponderar… Lo que pasa es que lo ha dicho, y
con esto acabo, como el latino cartel: Cave
canem!
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