Aunque estamos ya sumergidos en la vorágine del carnaval, y los telediarios están llenos de señoritas en bikinis de strass arrastrando una pesadísima estructura de plumas y lentejuelas, o de actores vestidos de Carlos IV, y los colegios y guarderías se pueblan de princesas, elfos, supermanes y futbolistas (vaya un disfraz más chorras este último: ¿para qué quiere nadie peinarse raro, llenarse de pendientes, cadenas, collares, anillos y tatoos, vestir ropa cara superhortera y decir solamente cosas como bueno, ¿no?, ha sido un partido interesante porque ha sido muy interesante, bueno, ¿no?); aunque estemos en carnaval, repito, no voy a entrar por este terreno. Y tampoco por el de las elecciones, aunque, bien mirado, quién sabe si a los candidatos y a muchos de los electores no les/nos vendría bien aplicarnos el siguiente consejo (puede verse en Agenda 2008, San Pablo, Madrid, 1 de febrero):
«Una verdadera conversación no es una repetición de un trozo de vida, sino algo inédito. Por eso voy al diálogo a vivir, a convivir, a redimir un intervalo de tiempo, un pedazo de cosmos» (Raimon Panikkar).
Comenzaré diciendo que el señor Panikkar siempre es así. No es que dé pánico todo lo que dice, más bien da vértigo asomarse a sus escritos, de lo profundos que son. ¡Si parece que le publican en la fosa de las Marianas! Pero, profundo o no, tenemos que analizar esta pequeña parcela de sabiduría práctica que nos ofrece hoy. Porque a mí me parece que el hombre tiene mucha razón cuando dice que una conversación no es una repetición de un trozo de vida. Incluso cuando estás contándole a alguien el episodio más intrascendente de tu existencia, la vida sigue transcurriendo en ese instante: pasa una ambulancia, ladra un perro, pita un coche… Y el que tienes enfrente te está escuchando, por intrascendente que sea lo que le estás contando, te está escuchando. Y luego intercambiará contigo otro episodio de su vida, que, por intrascendente que sea, también tú escucharás. Y así, de intrascendencia en intrascendencia, la vida continúa. Y ambos habremos entendido que no siempre hay que estar hablando de cosas serias, que las cosas intrascendentes, llevadas a un diálogo en el que se habla y se escucha de veras, adquieren trascendencia (hombre, pero sin pasarse tampoco, vamos).
Ya me estoy yendo, como todos los días. Pero volvamos: una conversación, una auténtica conversación, independientemente de su contenido, de la aparente importancia o trascendencia de su contenido, es por sí misma un episodio vivo, un momento de convivencia, de vivencia común con el otro. Y en ese momento el tiempo empleado en la conversación adquiere toda su trascendencia, cobra una nueva dimensión, se convierte, emocionado, en un momento importante, único, mágico, que de alguna manera influye en el cosmos; porque, si una mariposa que vuela en Malasia puede provocar un huracán en Honduras, una superficial conversación en Madrid puede provocar una honda impresión en Madrid, en las mismas personas que están hablando. Conversemos, pues. Y no hagamos como los políticos en campaña, que debaten, pero no conversan, discuten, pero no dialogan, hablan, pero no escuchan.
«Una verdadera conversación no es una repetición de un trozo de vida, sino algo inédito. Por eso voy al diálogo a vivir, a convivir, a redimir un intervalo de tiempo, un pedazo de cosmos» (Raimon Panikkar).
Comenzaré diciendo que el señor Panikkar siempre es así. No es que dé pánico todo lo que dice, más bien da vértigo asomarse a sus escritos, de lo profundos que son. ¡Si parece que le publican en la fosa de las Marianas! Pero, profundo o no, tenemos que analizar esta pequeña parcela de sabiduría práctica que nos ofrece hoy. Porque a mí me parece que el hombre tiene mucha razón cuando dice que una conversación no es una repetición de un trozo de vida. Incluso cuando estás contándole a alguien el episodio más intrascendente de tu existencia, la vida sigue transcurriendo en ese instante: pasa una ambulancia, ladra un perro, pita un coche… Y el que tienes enfrente te está escuchando, por intrascendente que sea lo que le estás contando, te está escuchando. Y luego intercambiará contigo otro episodio de su vida, que, por intrascendente que sea, también tú escucharás. Y así, de intrascendencia en intrascendencia, la vida continúa. Y ambos habremos entendido que no siempre hay que estar hablando de cosas serias, que las cosas intrascendentes, llevadas a un diálogo en el que se habla y se escucha de veras, adquieren trascendencia (hombre, pero sin pasarse tampoco, vamos).
Ya me estoy yendo, como todos los días. Pero volvamos: una conversación, una auténtica conversación, independientemente de su contenido, de la aparente importancia o trascendencia de su contenido, es por sí misma un episodio vivo, un momento de convivencia, de vivencia común con el otro. Y en ese momento el tiempo empleado en la conversación adquiere toda su trascendencia, cobra una nueva dimensión, se convierte, emocionado, en un momento importante, único, mágico, que de alguna manera influye en el cosmos; porque, si una mariposa que vuela en Malasia puede provocar un huracán en Honduras, una superficial conversación en Madrid puede provocar una honda impresión en Madrid, en las mismas personas que están hablando. Conversemos, pues. Y no hagamos como los políticos en campaña, que debaten, pero no conversan, discuten, pero no dialogan, hablan, pero no escuchan.
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