Hola, corazones.
Llegaron ya los Reyes, fueron tres: Melchor, Gaspar y el negro Baltasar. Y tuvieron que trabajar a destajo, con el paro que hay, como nunca curraron los pobres para sacar al mejor precio tanta ilusión almacenada como había.
En estos días se habla mucho de familia, te cantan aquello de vuelve a tu hogar y todo el mundo se reúne, con mayor o menor éxito y empatía, con sus familiares. Además, se conmemora y celebra la Sagrada Familia, reunión y comunión de personas alcanzadas de pleno por la divinidad. Y celebran misas en defensa de la familia, y a los que las celebran unos los llaman carcas y otros exagerados, y ellos se defienden diciendo que familia es una cosa y no otra, y los otros dicen que todo es familia, y así andamos, a la gresca con la familia. Por eso, quizá, hay que volver a mirar a la familia, a la nuestra, a la que tenemos más próxima, y también a las otras, pero con otros ojos. Ojos que contemplen, quizá, lo que nos recomienda Gilbert Keith Chesterton:
«El lugar donde nacen los niños y mueren los hombres, donde la libertad y el amor florecen, no es una oficina ni un comercio ni una fábrica. Ahí veo yo la importancia de la familia» (Gilbert Keith Chesterton).
Vale. Puede que llegue alguien y diga que los niños no nacen sino en los hospitales, a veces entre probetas, o en países lejanos llenos de problemas. Puede que llegue alguien y diga que los hombres mueren en los hospitales, o en las carreteras, o bajo los escombros de terremotos y bombardeos que siempre suceden en países lejanos llenos de problemas. Puede que llegue alguien y diga que la libertad está en elegir a las personas que nos van a gobernar, aunque sea a base de edictos, prohibiciones y pactos, o en decidir si se enciende un cigarro a treinta o a cuarenta metros de los recintos ajardinados que rodean un tanatorio. Puede que llegue alguien y diga que el amor también florece en el parque del Oeste (es el que me pilla más cerca para comprobarlo) o en las mesas de la esquina oscura de la discoteca, o incluso en campamentos de verano o fiestas de nochevieja. Puede que llegue alguien y diga que la Sagrada Familia la forman una mujer que se queda embarazada estando soltera y se ha unido con un hombre que no es el padre biológico de la criatura.
Quizá soy muy cabezota, muy brutícola, muy retrógrado o muy vetetuasaberqué, pero, siendo verdad que no siempre los niños nacen en el seno de una familia, que no siempre la gente muere rodeada del cariño de sus familiares, que los promotores de la esclavitud, del odio y de la muerte también tienen familia y que la familia no siempre es un entorno de libertad y amor, sigo pensando que la familia es precisamente, aquel lugar, físico y espiritual, anímico y personal, en el que, como muy bien dice Gilberto Kiz, nacen los niños y mueren los hombres, en el que florecen la libertad y el amor.
Y si así lo creo es precisamente porque hoy, y todos los días de mi vida, mi familia me ha dado libertad y amor, y espacio para amar a niños y mayores. Y me lo ha transmitido todo. Y le debo mi gratitud.
Llegaron ya los Reyes, fueron tres: Melchor, Gaspar y el negro Baltasar. Y tuvieron que trabajar a destajo, con el paro que hay, como nunca curraron los pobres para sacar al mejor precio tanta ilusión almacenada como había.
En estos días se habla mucho de familia, te cantan aquello de vuelve a tu hogar y todo el mundo se reúne, con mayor o menor éxito y empatía, con sus familiares. Además, se conmemora y celebra la Sagrada Familia, reunión y comunión de personas alcanzadas de pleno por la divinidad. Y celebran misas en defensa de la familia, y a los que las celebran unos los llaman carcas y otros exagerados, y ellos se defienden diciendo que familia es una cosa y no otra, y los otros dicen que todo es familia, y así andamos, a la gresca con la familia. Por eso, quizá, hay que volver a mirar a la familia, a la nuestra, a la que tenemos más próxima, y también a las otras, pero con otros ojos. Ojos que contemplen, quizá, lo que nos recomienda Gilbert Keith Chesterton:
«El lugar donde nacen los niños y mueren los hombres, donde la libertad y el amor florecen, no es una oficina ni un comercio ni una fábrica. Ahí veo yo la importancia de la familia» (Gilbert Keith Chesterton).
Vale. Puede que llegue alguien y diga que los niños no nacen sino en los hospitales, a veces entre probetas, o en países lejanos llenos de problemas. Puede que llegue alguien y diga que los hombres mueren en los hospitales, o en las carreteras, o bajo los escombros de terremotos y bombardeos que siempre suceden en países lejanos llenos de problemas. Puede que llegue alguien y diga que la libertad está en elegir a las personas que nos van a gobernar, aunque sea a base de edictos, prohibiciones y pactos, o en decidir si se enciende un cigarro a treinta o a cuarenta metros de los recintos ajardinados que rodean un tanatorio. Puede que llegue alguien y diga que el amor también florece en el parque del Oeste (es el que me pilla más cerca para comprobarlo) o en las mesas de la esquina oscura de la discoteca, o incluso en campamentos de verano o fiestas de nochevieja. Puede que llegue alguien y diga que la Sagrada Familia la forman una mujer que se queda embarazada estando soltera y se ha unido con un hombre que no es el padre biológico de la criatura.
Quizá soy muy cabezota, muy brutícola, muy retrógrado o muy vetetuasaberqué, pero, siendo verdad que no siempre los niños nacen en el seno de una familia, que no siempre la gente muere rodeada del cariño de sus familiares, que los promotores de la esclavitud, del odio y de la muerte también tienen familia y que la familia no siempre es un entorno de libertad y amor, sigo pensando que la familia es precisamente, aquel lugar, físico y espiritual, anímico y personal, en el que, como muy bien dice Gilberto Kiz, nacen los niños y mueren los hombres, en el que florecen la libertad y el amor.
Y si así lo creo es precisamente porque hoy, y todos los días de mi vida, mi familia me ha dado libertad y amor, y espacio para amar a niños y mayores. Y me lo ha transmitido todo. Y le debo mi gratitud.
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