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Resumen de verano

Hola, corazones.

El verano (las vacaciones de) se me están acabando y este es un buen momento, como otro cualquiera, para hacer un pequeño balance de lo ocurrido. Ha sido, suele serlo para mí, un verano eminentemente familiar, casero, tranquilo. Es lo que busco, en realidad.

Desayunos, comidas y cenas (fuera o dentro, es decir, en casa o en bares o restaurantes) son siempre encuentros familiares más o menos amplios, en los que tres generaciones de Santos se juntan para hablar de sus asuntos delante de un sobao, unas rabas, unos bocartes o un bonito. Siendo familia superpoblada, se suceden, además, los cumpleaños, recordatorios de que la vida sigue para todos.

Antiguamente, ¡qué tiempos! vivíamos todos juntos en la gran casona familiar. Ahora ya no es así: estamos en régimen de alquiler. Vivir durante casi un mes en un piso alquilado es una pequeña aventura. Hay que organizarse y colaborar para no sucumbir en el caos. Yo me he decantado, principalmente, por la cocina. Nada del otro jueves: cosas sencillas, rápidas y fáciles de preparar, susceptibles de ser introducidas en un "tapergüer" para que los pequeños puedan comer en la playa. Ya desde antes del verano estoy aprendiendo a hacer platos sencillos, cotidianos; antes me dedicaba sólo a platos especiales, postres, cenas de Navidad, etc., y nunca había hecho, por ejemplo, unas albóndigas (por cierto, me quedaron riquísimas). El alquiler tiene, además, otro pequeño inconveniente: las casas están tan bien equipadas, que corres el riesgo de quedarte sin vasos, cubiertos o platos a la primera de cambio, nunca sabes en qué lamentables condiciones vas a encontrar las (o la) cazuelas, y ni siquiera si vas a encontrar una espumadera o el horno va a funcionar este año... La verdad, para lo que cobran los propietarios, ya podían esmerarse un poco más.

La playa es también punto de encuentro: alrededor del toldo del Sardinero, y de las dos sombrillas adyacentes, se acumulan toallas, bolsas, camisetas, chanclas, pareos, mochilas-termo repletas de comida, palas, paipos, neoprenos, palas, cubos... y mucha, mucha actividad. ¿Te vienes al agua? Acabo de salir. Sí, pero hoy todavía no te has bañado conmigo. Bueno, vale. ¿Damos un paseo por la orilla? ¿Juegas a las palas? ¿Yo? ¿Me das crema en la espalda? ¿Qué dice hoy la prensa? (variada: desde El Norte de Castilla y El Diario Montañés, a El Mundo, El País, ABC, La Razón e incluso Público; Hola y Telva también caen...). Ya va siendo hora de subir al aperitivo, ¿no? ¡Tardabas en decirlo!

Ir a la playa no es igual que en otras latitudes de España: en Santander hay que ir a la playa cuando hay nubes y cuando hay nubes, y también cuando hay nubes; si hace sol, no digamos: ese día no hay quien quepa. Por las mañanas, el Sardinero es una playa muy familiar y clásica: niños, padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos se mezclan entre los toldos y las sombrillas, haciendo castillos o pozas en la arena mojada, paseando en la orilla, intentando entrar en el agua cuando está fría e incluso ya bien dentro, cruzando las aguas a brazada lenta. Una playa en la que todo el mundo va vestido, o casi: a veces hay un top less o dos (no es verdad: el top less se asocia a cierto tipo de turgencia y estilo; en el Sardinero, en ocasiones, se ve alguna ubre descubierta, curiosamente siempre acompañada de un barriguitas entrado en años en braga náutica; horteras hay en todas partes). Por la tarde, la playa se inunda de enfermos: hordas adolescenciales invasivas acorralan a las familias que deciden quedarse un rato más porque hace bueno y acaban echándoles; son enfermos, digo, porque la adolescencia se cura con la edad (a veces).

Junto a la playa hay varios lugares interesantes que tienen todos un denominador común: las rabas. No se puede ir a Santander y no tomar rabas; no se puede ir a la playa sin tomar luego unas rabas, no se puede echar limón a las rabas. Un par de racioncitas de rabas con sus correspondientes cervezas (aceptamos verdejos vallisoletanos en su lugar) son el paso previo a una comida casera y a una siesta relajante.

Después, la ducha y la posterior elección de la vestimenta adecuada para pasar lo que queda de tarde: ¿Nos vamos al Centro (centro de la ciudad, claro)? ¿Damos un paseo por el Sardi? ¿Qué tal si subimos al Faro? ¿Una excursioncita (Liérganes, Puente Viesgo, Santillana del Mar...)? En muchos de estos lugares sirven un exquisito chocolate con churros. Pero no todo es comer, ni todas las excursiones son sólo vespertinas y sólo gastronómicas. Este verano hemos subido a Peña Cabarga y contemplado el Norte de España desde la cámara oscura; hemos conocido las pinturas rupestres de Puente Viesgo; hemos visitado las ruinas romanas y prerrománicas de Julióbriga y Camesa... Y sí, hemos pasado alguna que otra noche de cena en restaurantes de Santander, Bezana o Mortera, por ejemplo.

¿He vivido en mi propio mundo durante un mes? Quizá sí. No he llamado a nadie, no he escrito a nadie, no he mantenido apenas unas pequeñas conversaciones en Facebook con algún amigo. Pero he seguido de cerca, con emoción y alegría, con envidia sana, con una lagrimita aomada y un nudo en la garganta, todo lo relacionado con la Jornada Mundial de la Juventud. He leído prensa, informaciones digitales, blogs personales, testimonios en Facebook, y me he sentido en medio de esa marea de sentimientos, de emociones, de experiencias vitales. No puedo menos que acabar mi testimonio veraniego, particularmente egoísta o al menos centrado en mí, sin dar las gracias a todos los que han hecho que la JMJ haya quedado grabada en mi memoria y en mi corazón. Eso me ayuda a no perder el Norte... ni siquiera en Santander.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Todos necesitamos un poco de Sur...

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