Dos meses sin escribir una línea
en el pensamiento de la semana. Se ha convertido en una semana más larga que
las fantásticas semanas de aquel centro comercial, que las estira hasta los
veinte o veintipico días…
Excusas pongo, y excusas tengo:
el calor sofocante, fuera y ¡mucho más, si cabe!, dentro de mi casa durante el
mes de julio. El cansancio, el hastío, la hartura, el miedo a repetirme (que lo
he hecho), a aburrirme y lo que es peor a aburrir a otros… Las vacaciones, que
me han tenido ocupado en otros menesteres diferentes, más relacionados con la
lectura, el alimento corporal (en Cantabria uno podría alimentarse casi
exclusivamente de raciones de rabas), las relaciones familiares… La
reincorporación al entorno laboral, que no me deprime, porque hace años decidí
que no me dejaría deprimir por cosas que no están en mi mano cambiar y que
tengo que aceptar sí o sí mientras no me toque la lotería, me salga otro
trabajo más interesante y mejor pagado, o pegue un braguetazo (tres cosas que
de momento no han ocurrido). La reincorporación laboral no me deprime, pero
vuelve a constreñir mi tiempo y, en ocasiones, mis ganas de sentarme más horas
de las necesarias delante de un ordenador.
Nonostante, ya sentía yo la
quemazón, la necesidad de volver a retomar los envíos y entregas periódicas en
el blog (digo periódicas y no semanales para no pillarme los dedos con las
teclas…).
Quizá sea porque, como casi todo
el mundo, considero que septiembre es un buen momento para tomar decisiones,
fijar metas, plantearse retos, definir propósitos que ya veremos si se acaban
acatando, alcanzando, conquistando y cumpliendo… Septiembre (comienzo de
curso), como Año Nuevo, son fechas muy dadas a que uno se ponga metas y se
prepare para adelgazar, hacer más ejercicio o ser mejor persona. Pues he aquí mis propósitos para
este curso: fortalecer y reducir. ¿Mi musculatura y mi barriga? No estaría de
más, pero ni una cosa ni otra me quitan el sueño. Quiero fortalecer mi honestidad, mi coherencia (ambas para conmigo mismo, se
entiende) y mi espiritualidad. Y a la vez, reducir mi indolencia, mi capacidad
de distracción y mi inconstancia.
Vamos por partes. No es que no me
considere persona deshonesta o incoherente. Pero, a fuerza de ponerlas en
práctica con suavidad, dejando pasar de vez en cuando, con cierta fingida
inocencia, diminutas mentirijillas, vagas inconsistencias, pequeñas fisuras de
irrealidad maquillada, alguna que otra pose fingida, la honestidad, la
coherencia, con mayúsculas, se van quedando tocadas, adelgazan, se debilitan. Y
tacita a tacita, insulta que algo queda, uno de repente se da cuenta de que
está rodeado de pequeñas verdades a medias, como si viviera en una galería de
espejos sin saber cómo una melena pelirroja se ha convertido en un corto y
sofisticado pelo teñido de rubio (ni Orson Welles, que provocó tal conversión,
tuvo la respuesta).
¿Y eso de fortalecer la
espiritualidad? Reconozco que, sin ser cartujo, ni vivir arrobamiento y
desespero por sentir transverberar mi pecho, siempre he tenido una cierta
vivencia y un cierto interés por cultivar (o al menos por no abandonar del
todo) el campo de mi espíritu. Pero a fuerza de visitarlo cada vez menos (con
lo lejos que queda el campo de la ciudad, y las caravanas, y la cantidad de cosas
que tiene uno que hacer en casa, y lo cansado que es, y…), el campo se va poco
a poco secando, llenando de maleza y alimañas, agostando… ¿Y cómo hacer? Muy
sencillo (harto difícil, al tiempo): volver a las fuentes, beber de nuevo en
los pozos que alimentaban y regaban ese campo. En cada persona dichas fuentes
pueden ser diferentes. En mi caso, creo que tengo que volver al Espíritu con
mayúscula, a la Eucaristía, también con mayúscula, y al silencio, esos largos
ratos de silencio en una capilla junto al sagrario y una vela encendida…
Reducir mi indolencia, mi
capacidad de distracción, mi inconstancia. ¿Cómo se hace eso? Por lo que se
refiere a la inconstancia, es fácil: si un día no lo has hecho, no te
inquietes, pero no desistas: mañana lo harás, e insistirás con más ahínco. Al
fin y al cabo, todos andamos necesitados de rutinas, y qué mejor rutina que
volver a levantarse cuando se ha caído o volver cada día sobre los buenos
propósitos hasta que se hagan realidad.
La capacidad de distracción tiene
para mí más dificultad. Soy muy dado a dispersarme, a pretender multiplicar mi
atención a más de una fuente (un interlocutor me habla cuando estoy sentado
delante del ordenador y yo le escucho mientras furtivamente miro los correos y
salto a twitter o a facebook para ver qué se cuece en mi mundillo…). Propósito
de enmienda: prestar más atención, mirar a los ojos de quien me habla, volcar
mi oído, mi mente, mi corazón, si es el caso, sobre lo que me está contando… y
dejar de pensar en lo que voy a contestar, en lo que quiero contar, en lo
siguiente que tengo que hacer…
La indolencia es algo más
complicada. Porque pienso que no lo soy. Pero sí lo soy. Claro, pienso en la
indolencia y me viene a la cabeza ese adolescente atolondrado que todo le da
igual, que tiene un pie en marte y otro en la luna y que no reacciona ante nada
que no esté dentro de su pequeño mundo. Y yo ya no soy un adolescente (creo:
conozco a adolescentes cerebrales que han cumplido los setenta, y son todavía
peores que los de catorce), y no estoy atolondrado (bueno, sí, claro, anda…),
tengo los pies en la tierra y todavía reacciono ante cosas que no están en mi
pequeño mundo… a veces.
Y sobre todo, sobre todo, sobre
todo (y aquí viene la frase-cita), no caer en la autocomplacencia.
Lo leí en Expansión (no es que
suela leer muchas veces este periódico, pero a veces, en internet, se
encuentran cosas como esta:
«La
autocomplacencia es el gran enemigo de las grandes empresas» (Daniel Carreño).
Resulta que este señor es
(o ha sido, ya no lo sé), presidente de una importantísima empresa. Y lo que
dice lo dijo en un foro sobre empresa, como ponente o conferenciante, y
referido al mundo de la empresa. Pero, digo yo, ¿y si ampliamos el enfoque y en
vez de mirar a la empresa miramos a la persona? ¿O al grupo? ¿Sigue valiendo?
Dice Doña RAE que
autocomplacencia es la «satisfacción por los propios actos o
por la propia condición o manera de ser». Así
que si yo me siento satisfecho por mis propios actos, por mi propia condición o
por mi propia manera de ser, estaré siendo autocomplaciente. Y si esa
autocomplacencia es grande, estaré cayendo en el orgullo, que es arrogancia o
vanidad, según la RAE.
¿No se puede estar
satisfecho de lo que uno hace, de lo que uno es, de cómo uno es? Puede que sí,
al menos en parte. Pero sin dejar de pensar que todo es mejorable y sobre sin
dejar de mirar alrededor. Porque si yo estoy satisfecho conmigo mismo, con mis
actos y con mi condición, con mi modo de ser, me miraré tanto el ombligo que
dejaré de ver a los demás.
Me estoy yendo, vuelvo.
Dice este señor que la autocomplacencia es el enemigo de las grandes empresas.
¿Qué mayor empresa para uno mismo, para el ser humano, que alcanzar la
felicidad? ¿Y qué mayor obstáculo para alcanzarla que no ver más allá de mi
propio ombligo, quedarme mirando lo guachipiruli que soy?
¿Y como grupo, como
nación, como agrupación de naciones? Si somos una democracia y un país
instalado en el estado del bienestar y las libertades, y nos quedamos mirando
nuestro ombligo, en lugar de ayudar a construir el estado del bienestar allí
donde no lo hay, de ayudar a restaurar la democracia y restablecer las
libertades allí donde están cercenadas, podemos encontrarnos con una enorme
avalancha de gente que nos desinstala y nos saca a bofetadas de nuestra
indolencia y de nuestro ombliguismo.
Porque la
autocomplacencia es el gran enemigo de las grandes empresas. ¿Y qué empresa más
grande que construir la felicidad de las personas, sustentar la dignidad de las
personas, defender la vida de las personas?
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