Viene la pregunta del título a responder la pregunta con la que se anuncia la última novela que he leído: El terrario, de Carmen Guaita. La pregunta a la que me refiero dice: ¿Puede un hombre cambiar de vida y revivir? La propia novela da la respuesta y permite intuirla a cada palabra: Sí, puede.
No voy a hacer grandes críticas, pues no soy literato, ni experto, ni filólogo. Y no soy objetivo: conozco, aprecio y admiro mucho a Carmen Guaita y se me va a notar. Prefiero decirlo de antemano, para que se sepa que mi objetividad está filtrada por ese conocimiento, ese aprecio y esa admiración.
Es esta una novela muy cuidada, muy bien escrita, muy pulcra, muy detallista. Como dijeron en el día de su presentación (magnífica) en el espacio de la Fundación Diario Madrid, todos los detalles, hasta los más aparentemente nimios, están descritos con elegancia, con precisión, con mimo. Imagino que por eso las cortinas de terciopelo de la casa de Chola, una vedette avezada en el oficio más viejo del mundo, son casi como las de Tara, la arruinada mansión de Scarlet O'Hara, pero solo casi, porque no son las cortinas de una mansión elegante destinadas a convertirse en un arrebatador vestido instrumentado para salir del bache, sino las de la vivienda de una mantenida que no vislumbra la amargura en su entorno. Basta, para decir todo esto sin avergonzar a nadie, con cambiar el color de las cortinas: de verde a rojo. Sutil.
Destacaron también en la presentación otra característica de la novela, diríase de toda la producción novelística, literaria, de Carmen: todos sus personajes, incluso los más alejados del bien aparente, son buenos. Así eran todos y cada uno de sus entrevistados en sus primeros y exitosos libros, así resurge a cada paso de baile y a cada página el bailarín Víctor Ullate, y así son, ciertamente, todos los personajes de este terrario. Incluso en una ambientación histórica tan difícil, Carmen es capaz de demostrar que todos los seres humanos tienen una faceta de diamante, aunque solo sea una. Claro que eso, como bien dejó claro en la presentación José Antonio Corbalán, es solo un reflejo de la autora: cada faceta buena de sus personajes puede ser indagada, hasta reconocerla, en la personalidad de la autora. Y en su sonrisa, añado.
De todos esos personajes buenos, y de los no tan buenos, me gustan especialmente tres: Magda, la esposa de Juan Arnabal, el protagonista, personificación de la elegancia hecha bondad o de la bondad sublimada en elegancia; Asunción, el ama recia, sabia, doliente y comprensiva; el hijo primogénito del protagonista: no Ramón, el hijo natural, sino Javier, el primero de sus hijos de su matrimonio. Ramón es un personaje interesante, bien retratado, al que yo daría un par de bofetadas desde el principio y al que la trama, por no decir él mismo, se las acaba dando. Pero Javier, que se nos aparece como un pimpollo presuntuoso, como un sinsorgo existencial, se revela repentinamente como un tipo fascinante, atrevido, valiente. Tan repentinamente como que el cambio se produce casi en el mismo renglón del texto. Y esa rapidez en mudar resulta de lo más consistente y creíble. Un ole.
Quiero destacar también tres párrafos. Dos, porque me parece que son fundamentales para comprender la novela, y son verdades tan grandes como un grano de mostaza:
"Si uno observaba bien, comprendía que no era cuestión de mover el mundo, sino de moverse en el mundo hacia la dirección correcta. Y quienes lo conseguían de verdad eran los tipos sencillos, con voluntad de bien, a los que no les importaba permanecer anónimos si mejoraban las cosas. Lo pequeño pervivía" (pág. 101).
Senza parole. Otro ole.
"-Me enorgullezco de ti. Dame un abrazo.
-¿Qué lo enorgullece exactamente? ¿Que traicione a quienes confiaban en mí? ¿Que salga corriendo?...
-Que seas capaz de cambiar el rumbo, hijo, porque la vida va de eso" (pág. 202).
Y otro ole. Y van tres.
Hay muchas más cosas interesantes en las 101 primeras páginas, y en las 101 que las siguen, y en las que restan hasta la 230 (y ojo con el índice, que es magistral el uso de las expresiones latinas, orantes, que dan un aura religiosa a la trama).
Pero hay algo con lo que no estoy del todo de acuerdo. Dice uno de los personajes:
"Las personas buenas de verdad no lo van pregonando, ni siquiera se lo reconocen a sí mismas. Si les ponemos el cartel de buenos o si a ellos se les ocurre que lo son, ¡plaf! dejan de serlo en el momento" (pág. 176).
A mí me parece que cuando nos topamos con alguien bueno debemos reconocerlo. Quizá no estar todo el día diciéndole "¡qué bueno eres!", ni tampoco dejar de pensar ante sus actos, porque "como son buenos, todo lo hacen bien". Pero sí tenemos obligación de reconocer a la gente buena, y de adherirnos a ella, y de aprender de ella, y de imitarla, y también de ayudarla a que siga siendo buena (y por eso no hay que cultivar la "buenolatría" ni fomentar su vanagloria, porque entonces ¡plaf! dejan de ser buenos). Pero solo bebiendo de las fuentes de la gente buena con la que nos topemos podremos ser nosotros un poco mejores. Y solo señalando a los demás dónde está esa fuente podremos ser un poco mejores.
Por eso os digo: leed El terrario, leed a Carmen Guaita, bebed en sus fuentes.
No voy a hacer grandes críticas, pues no soy literato, ni experto, ni filólogo. Y no soy objetivo: conozco, aprecio y admiro mucho a Carmen Guaita y se me va a notar. Prefiero decirlo de antemano, para que se sepa que mi objetividad está filtrada por ese conocimiento, ese aprecio y esa admiración.
Es esta una novela muy cuidada, muy bien escrita, muy pulcra, muy detallista. Como dijeron en el día de su presentación (magnífica) en el espacio de la Fundación Diario Madrid, todos los detalles, hasta los más aparentemente nimios, están descritos con elegancia, con precisión, con mimo. Imagino que por eso las cortinas de terciopelo de la casa de Chola, una vedette avezada en el oficio más viejo del mundo, son casi como las de Tara, la arruinada mansión de Scarlet O'Hara, pero solo casi, porque no son las cortinas de una mansión elegante destinadas a convertirse en un arrebatador vestido instrumentado para salir del bache, sino las de la vivienda de una mantenida que no vislumbra la amargura en su entorno. Basta, para decir todo esto sin avergonzar a nadie, con cambiar el color de las cortinas: de verde a rojo. Sutil.
Destacaron también en la presentación otra característica de la novela, diríase de toda la producción novelística, literaria, de Carmen: todos sus personajes, incluso los más alejados del bien aparente, son buenos. Así eran todos y cada uno de sus entrevistados en sus primeros y exitosos libros, así resurge a cada paso de baile y a cada página el bailarín Víctor Ullate, y así son, ciertamente, todos los personajes de este terrario. Incluso en una ambientación histórica tan difícil, Carmen es capaz de demostrar que todos los seres humanos tienen una faceta de diamante, aunque solo sea una. Claro que eso, como bien dejó claro en la presentación José Antonio Corbalán, es solo un reflejo de la autora: cada faceta buena de sus personajes puede ser indagada, hasta reconocerla, en la personalidad de la autora. Y en su sonrisa, añado.
De todos esos personajes buenos, y de los no tan buenos, me gustan especialmente tres: Magda, la esposa de Juan Arnabal, el protagonista, personificación de la elegancia hecha bondad o de la bondad sublimada en elegancia; Asunción, el ama recia, sabia, doliente y comprensiva; el hijo primogénito del protagonista: no Ramón, el hijo natural, sino Javier, el primero de sus hijos de su matrimonio. Ramón es un personaje interesante, bien retratado, al que yo daría un par de bofetadas desde el principio y al que la trama, por no decir él mismo, se las acaba dando. Pero Javier, que se nos aparece como un pimpollo presuntuoso, como un sinsorgo existencial, se revela repentinamente como un tipo fascinante, atrevido, valiente. Tan repentinamente como que el cambio se produce casi en el mismo renglón del texto. Y esa rapidez en mudar resulta de lo más consistente y creíble. Un ole.
Quiero destacar también tres párrafos. Dos, porque me parece que son fundamentales para comprender la novela, y son verdades tan grandes como un grano de mostaza:
"Si uno observaba bien, comprendía que no era cuestión de mover el mundo, sino de moverse en el mundo hacia la dirección correcta. Y quienes lo conseguían de verdad eran los tipos sencillos, con voluntad de bien, a los que no les importaba permanecer anónimos si mejoraban las cosas. Lo pequeño pervivía" (pág. 101).
Senza parole. Otro ole.
"-Me enorgullezco de ti. Dame un abrazo.
-¿Qué lo enorgullece exactamente? ¿Que traicione a quienes confiaban en mí? ¿Que salga corriendo?...
-Que seas capaz de cambiar el rumbo, hijo, porque la vida va de eso" (pág. 202).
Y otro ole. Y van tres.
Hay muchas más cosas interesantes en las 101 primeras páginas, y en las 101 que las siguen, y en las que restan hasta la 230 (y ojo con el índice, que es magistral el uso de las expresiones latinas, orantes, que dan un aura religiosa a la trama).
Pero hay algo con lo que no estoy del todo de acuerdo. Dice uno de los personajes:
"Las personas buenas de verdad no lo van pregonando, ni siquiera se lo reconocen a sí mismas. Si les ponemos el cartel de buenos o si a ellos se les ocurre que lo son, ¡plaf! dejan de serlo en el momento" (pág. 176).
A mí me parece que cuando nos topamos con alguien bueno debemos reconocerlo. Quizá no estar todo el día diciéndole "¡qué bueno eres!", ni tampoco dejar de pensar ante sus actos, porque "como son buenos, todo lo hacen bien". Pero sí tenemos obligación de reconocer a la gente buena, y de adherirnos a ella, y de aprender de ella, y de imitarla, y también de ayudarla a que siga siendo buena (y por eso no hay que cultivar la "buenolatría" ni fomentar su vanagloria, porque entonces ¡plaf! dejan de ser buenos). Pero solo bebiendo de las fuentes de la gente buena con la que nos topemos podremos ser nosotros un poco mejores. Y solo señalando a los demás dónde está esa fuente podremos ser un poco mejores.
Por eso os digo: leed El terrario, leed a Carmen Guaita, bebed en sus fuentes.
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