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Madre

Tres años después de que se haya ido, me decido a enseñar un trozo de mi interior, un trozo que he tenido que sacar afuera para seguir viviendo.



CÓRTEX


¿Córtex?
No me gusta esa palabra.

Lo que hace que todo funcione
–no:
que tenga su alma–
no puede sonar como
cláxon, como
módem, como
un gadget mecánico
que hace clic
y desconecta
    y ya no ves
            y ya no oyes
                    y ya no hablas...



ALTAZOR


Como en un altazor progresivo,
en una obsesión por perder de vista
la invisible relación
entre tu boca y mi oído,
poco a poco
vas perdiendo
las palabras
según hablas.



VAS Y VIENES


Ya no consigues ver más que garabatos
cuando quieres leer las noticias
o acoges un libro en tu regazo.

Ya no te gustan las flores
–”tíralas antes de que se marchiten”–
y arrancas sus pétalos vivos
cuando nadie te ve.

Ya tus manos no saben sujetar un bolígrafo,
ya tu cuaderno hace tiempo
que está vacío.

Ya no quieres que suene la radio,
ni discos,
y te asustas cuando ves que Amparo
–¡Amparito Rivelles!–
se ha colado en tu salón.

Y la calle se ha convertido en un bosque,
y cada paso es un triunfo
que decides
no ganar.

Ir a Misa es un suplicio,
y la ducha una tortura,
y comer es un martirio
al que te obligo...

Y después duermes sin dormir,
y el runrún que tarareo en tu descanso
–Veni Creator Spiritus–
hoy te acuna y mañana te resulta
un poco repetitivo.

Vas y vienes,
pero cada día
vienes menos
de lo que vas.


AVE MARÍA


–Dios te salve...
–María...
–llena eres...
–de gracia.
–Bendita tú eres entre todas las...
– (…)
–mujeres.
Y bendito es el fruto de vientre,
Jesús.
Santa...
...María, Madre de Dios...

[Ha cerrado los ojos. Duerme.]

...Ruega por nosotros,
pecadores,
ahora y en la hora
de nuestra muerte.

–Amén.

[Pero no dormía].



TIEMBLO


“¿Qué me está pasando?”,
“¿qué me está pasando?”.
Y apoyaste
tu cabeza llorosa
sobre mi hombro.

Yo temblaba
y solo ese temblor
me hizo sentir vivo,
pero nada pude hacer.

¡Contraste de ternura
cuando muchas otras veces
pudiendo callar,
solo gritaba!



HABITACIÓN


Parece que fue ayer,
y han pasado varios años...
Aquella triste habitación:
la mesilla abarrotada,
con esa foto siempre...
siempre a punto de caerse;
la camilla, las revistas,
la butaca revestida
donde te sentaban cada tarde;
la ventana al patio,
la puerta junto a los ascensores...
¡Qué poco silencio hemos disfrutado!

Aquella habitación
de deterioro
que acabó mutando
en antesala
de esa muerte
que venía despacio
y no llegaba,
que esperábamos todos
sin esperarla,
sin querer verla...

Que llegó por fin
una tarde de junio
y dejó vacíos,
secos,
mudos,
nuestros ojos.



PACIENCIA


¡Paciencia ausente!
Aún hoy la pido y la deseo
cuando la más tonta de las cosas
me arrebata el alma
y me asilvestra el genio.

Por eso admiro a esas chicas,
a esas jóvenes, a esas mujeres tan grandes
que te han alimentado
cucharada a cucharada,
sorbo a sorbo,
con la sonrisa en la boca,
preocupadas y tiernas,
felices en una labor ingrata
fea incluso,
porque saben que al final
está siempre, siempre,
la muerte negra.



PERDÓN


Debo pedirte perdón
por tantas cosas...
Por las veces que he dejado
    que comieras sola,
por las veces que he dejado
    que estuvieras sola,
por las veces que he dejado
    que lloraras sola
    sin yo saberlo.
Por las veces que he gritado,
por las veces que he dejado
tras la puerta, de un portazo,
un enfado, un susto, miedo
–tuyo y mío–
que no he sabido vencer
ni comprender.
Por los besos y caricias
que no te di.

Pues aun siendo como somos
de la vara del cardo,
a veces la flor
habría ayudado más
que las espinas.


GRITOS


No, Mamá,
no te estoy gritando a ti.
Perdóname.
Le grito con rabia y fuego
a tu enfermedad,
a esos antipáticos señores
que se han llevado tu cerebro
y te han separado de ti misma.
Al que te hace temblar de rabia
y te quita el apetito
y al que te obliga a mirar
al infinito y a mí
como si fuéramos
la misma cosa,
como si ambos estuviéramos
en el mismo sitio,
en el mismo hueco vano.
A ellos les grito.
Y gritando
solo a ti te hiero.
Perdóname, Mamá,
por estos gritos...
¡Duelen tanto, ahora!


CAPILLA


La capilla del colegio.
En ella me enseñaron a rezar
lo que tú ya me habías enseñado.
Allí aprendí también
que
yo tengo
    un amigo que me ama,
tú tienes
    un amigo que te ama,
tenemos
    un amigo que nos ama...

Allí recibí también
la primera comunión
–¡Cuerpo añorado!–
y otro día, también allí,
fui confirmado
–aunque el Suceso del soplo
me viniera en otro templo,
y otro día...–

Es la iglesia del barrio.
No es fea, ni bonita:
es solo la iglesia del barrio.
La que acoge los rosarios,
la que percibe aguinaldo,
la que se llena de niños y ancianos,
la de todos los días,
la de siempre,
la de aquí al lado...

Yo la quiero.
La quiero y la respeto
como espacio sagrado,
como un espacio muy tuyo,
porque en ese templo, un día,
te dije –te dijimos–:
¡Adiós, Mamá!



ESTÁS


Estás.

Estás en las fotos
cuando las miro
y también cuando me ausento:
son tus fotos.
Estás también en ese jarrón,
en ese rosenthal blanco,
en el cuadro del salón,
en aquellos visillos
que cosiste para mí
cuando me fui de casa...
Estás en los libros de Miguel
–tu querido paisano–
y en todos los santos
inocentes recuerdos
que de ti conservo,
como una almoneda vieja.
Estás.
Pero a veces me viene a la mente
una bruma, un instante de duda,
y mi voz apenas vibra
para decir:
¡Mamá!
Y entonces todos esos objetos,
todos esos recuerdos,
antigüedades vacías,
callan.
Y los miro.
Y callan...
Pero en su silencio
siempre oigo
–quizá porque quiero oírlo, no lo sé–
que me dices: “Aquí estoy”.




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