Hola, corazones.
Mientras me duchaba esta mañana, con mi gel nuevo, de una conocida marca cosmética que tiene como santo y seña la suavidad de la piel (es cierto: mi suavidad se ha concentrado casi por completo en mi piel y ha abandonado mi dulce carácter: ahora soy más suave al tacto pero más borde, ríspide y arisco al roce…), leí que el gel en cuestión tiene «agentes refrescantes». Deformado como estoy por las series de televisión que plasman el trabajo de diversos equipos, todos mixtos, de investigación criminal y forense, evoqué a las agentes especiales (y los agentes especiales) de las diversas agencias estadounidenses (FBI, NCIS, CSI…) que aparecen en las series, y comencé a pensar en ellas (y ellos). Pronto llegué a la conclusión de que son tan guapos (y guapas), están tan buenas (y buenos), que, más que refrescar, calientan (eso sí, pensar en ellas o en ellos te puede hacer derivar en un fresco o una fresca, un frescales o una frescachona, incluso un fresquiviriviri…). Y a continuación me dije a mí mismo que no debería ducharme con semejante promiscuidad policial. Eso, o que deje de desayunar Skyy con tónica azul, hielo y rodajas de cítricos… Es broma, el café no me lo quita nadie (pero..., ¿será el café de marca blanca de mi supermercado de referencia un producto alucinógeno?).
Bromas aparte, mi reflexión es que cada vez inventan algo nuevo para vendernos los productos. Es como lo del gel-lejía con micropartículas de cristal blanco de acción oxigenada y efecto blanqueador con suavizante de pétalos de orquídea de seda incorporado… Es la inteligencia del publicitario contra (o a favor, quién sabe) la inteligencia del comprador. Pero, claro, a veces llega una mujer de armas tomar o un hombre de pluma brava y nos suelta frase-citas como esta:
«La inteligencia busca, pero quien encuentra es el corazón» (Georges Sand).
Lo de mujer de armas tomar parece que era cierto hasta en el sentido literal del término, y lo de hombre de pluma brava, no me seáis mal pensados, es simplemente porque escribía con pluma (lo del cincel ya no se estilaba y el esferográfico aún ni se había ideado) y firmaba sus escritos con masculinidad o «masculidad» (Jorge Arena).
Pero lo importante está en la frase-cita. Esa manera de decirnos que buscamos con la inteligencia, pero cuando damos con lo que hemos estado buscando quien nos «da el queo» de que lo que tenemos delante es lo que deseábamos es, más que la inteligencia, el corazón. O, a lo sumo, añado yo por mi cuenta y riesgo, una alegre y solidaria conjunción de ambas. Veamos: príncipe azul buscando princesa con inteligencia (deberá ser mujer de extrema sensibilidad, que perciba incluso un guisante bajo un montón de colchones; de extrema belleza, tanta que provoque la envidia de las más bellas divas del reino; de extremo candor, tanto que no distinga a una bruja de una hilandera; de extrema ternura, tanta que no tenga reparos en besar a una rana; de extrema elegancia, tanta que hasta la más simple cucurbitácea parezca con ella el mejor carruaje del universo…), pero al final es el pálpito del corazón el que le dice: «Es esta, chaval», y entonces la bese y ambos despierten para vivir, contradictoriamente, en un mundo de ensoñación y felicidad sin límites.
Veamos otro ejemplo. Muchacho (ya en la treintena, pero aceptemos pulpo por animal de compañía) con escasos recursos que busca la manera de hacerse con una mansión en un barrio céntrico de la ciudad en la que reside. Acude a agencias inmobiliarias, llama a centenares de números de teléfono anunciando pisos, y la mayor parte de ellos son rechazados: «demasiado caro, demasiado pequeño, demasiado caro, demasiado lejos, demasiado caro, los techos son demasiado bajos, demasiado caro, la distribución es demasiado enrevesada, demasiado caro…», hasta que aparece uno que no es demasiado caro: cochambroso cubículo de menos de treinta metros, con cuatro ventanas a dos patios, repleto de humedades hasta más de un metro por encima del suelo, dividido en tantas habitaciones que en todas ellas hay que entrar de lado… Y algo en su corazón le dice: «Es este, chaval… ¿no te das cuenta de que no puedes pagar otra cosa?». A estas alturas de la película ya no sé si era ese o era otro, pues el joven de mediana edad, ya en la cuarentena, ha cambiado de piso, después de haber convertido ese cuchitril en una monada con salón, dormitorio, baño y cocina abierta, exhibida en tv y casi premiada en revistas de decoración (vale, vale, retiro esto último, no es cierto). Pero el pálpito se repitió cuando buscaba una segunda mansión palaciega en la que reposar de la dura batalla de la cotidianeidad. Ese joven talludito del que hablamos vio y requetevio muchos pisos, y sólo uno obtuvo altas calificaciones por parte de inteligencia y corazón: lo encontró en una céntrica corrala sanbernardina, condeduqueña o comendadoriana. Y ahí sigue. De momento.
Basten estos dos ejemplos, uno absolutamente ajeno a mi persona (no soy príncipe de cuento empalagoso) otro tan pegado a mí que diríase que el atractivo personaje en la cuarentena fuera yo mismo, para afirmar que encuentro muy acertada la frase de don Jorge Arena, o de doña Aurora del Pino (sí, ya sé que Dupin no significa exactamente esto).
Claro que no he hablado de la publicidad, que era quien reclamaba atención. Dudo yo que cuando buscas en el supermercado un bote de lejía tenga el corazón que intervenir para decirte: «Esta, que tiene un animalito dibujado y a ti te gusta mucho la magia con animalitos saliendo del sombrero...». Pero imagino yo que tampoco Sand/Dupin pensaba en este tipo de búsquedas cuando escribió su frase-cita.
En fin, que me voy. Que tengáis buen día. Y no dejéis nunca que sean sólo la inteligencia o sólo el corazón quienes decidan que habéis encontrado lo que buscáis. Siempre es mejor que se pongan de acuerdo. Al menos para eso. Besitos.
Mientras me duchaba esta mañana, con mi gel nuevo, de una conocida marca cosmética que tiene como santo y seña la suavidad de la piel (es cierto: mi suavidad se ha concentrado casi por completo en mi piel y ha abandonado mi dulce carácter: ahora soy más suave al tacto pero más borde, ríspide y arisco al roce…), leí que el gel en cuestión tiene «agentes refrescantes». Deformado como estoy por las series de televisión que plasman el trabajo de diversos equipos, todos mixtos, de investigación criminal y forense, evoqué a las agentes especiales (y los agentes especiales) de las diversas agencias estadounidenses (FBI, NCIS, CSI…) que aparecen en las series, y comencé a pensar en ellas (y ellos). Pronto llegué a la conclusión de que son tan guapos (y guapas), están tan buenas (y buenos), que, más que refrescar, calientan (eso sí, pensar en ellas o en ellos te puede hacer derivar en un fresco o una fresca, un frescales o una frescachona, incluso un fresquiviriviri…). Y a continuación me dije a mí mismo que no debería ducharme con semejante promiscuidad policial. Eso, o que deje de desayunar Skyy con tónica azul, hielo y rodajas de cítricos… Es broma, el café no me lo quita nadie (pero..., ¿será el café de marca blanca de mi supermercado de referencia un producto alucinógeno?).
Bromas aparte, mi reflexión es que cada vez inventan algo nuevo para vendernos los productos. Es como lo del gel-lejía con micropartículas de cristal blanco de acción oxigenada y efecto blanqueador con suavizante de pétalos de orquídea de seda incorporado… Es la inteligencia del publicitario contra (o a favor, quién sabe) la inteligencia del comprador. Pero, claro, a veces llega una mujer de armas tomar o un hombre de pluma brava y nos suelta frase-citas como esta:
«La inteligencia busca, pero quien encuentra es el corazón» (Georges Sand).
Lo de mujer de armas tomar parece que era cierto hasta en el sentido literal del término, y lo de hombre de pluma brava, no me seáis mal pensados, es simplemente porque escribía con pluma (lo del cincel ya no se estilaba y el esferográfico aún ni se había ideado) y firmaba sus escritos con masculinidad o «masculidad» (Jorge Arena).
Pero lo importante está en la frase-cita. Esa manera de decirnos que buscamos con la inteligencia, pero cuando damos con lo que hemos estado buscando quien nos «da el queo» de que lo que tenemos delante es lo que deseábamos es, más que la inteligencia, el corazón. O, a lo sumo, añado yo por mi cuenta y riesgo, una alegre y solidaria conjunción de ambas. Veamos: príncipe azul buscando princesa con inteligencia (deberá ser mujer de extrema sensibilidad, que perciba incluso un guisante bajo un montón de colchones; de extrema belleza, tanta que provoque la envidia de las más bellas divas del reino; de extremo candor, tanto que no distinga a una bruja de una hilandera; de extrema ternura, tanta que no tenga reparos en besar a una rana; de extrema elegancia, tanta que hasta la más simple cucurbitácea parezca con ella el mejor carruaje del universo…), pero al final es el pálpito del corazón el que le dice: «Es esta, chaval», y entonces la bese y ambos despierten para vivir, contradictoriamente, en un mundo de ensoñación y felicidad sin límites.
Veamos otro ejemplo. Muchacho (ya en la treintena, pero aceptemos pulpo por animal de compañía) con escasos recursos que busca la manera de hacerse con una mansión en un barrio céntrico de la ciudad en la que reside. Acude a agencias inmobiliarias, llama a centenares de números de teléfono anunciando pisos, y la mayor parte de ellos son rechazados: «demasiado caro, demasiado pequeño, demasiado caro, demasiado lejos, demasiado caro, los techos son demasiado bajos, demasiado caro, la distribución es demasiado enrevesada, demasiado caro…», hasta que aparece uno que no es demasiado caro: cochambroso cubículo de menos de treinta metros, con cuatro ventanas a dos patios, repleto de humedades hasta más de un metro por encima del suelo, dividido en tantas habitaciones que en todas ellas hay que entrar de lado… Y algo en su corazón le dice: «Es este, chaval… ¿no te das cuenta de que no puedes pagar otra cosa?». A estas alturas de la película ya no sé si era ese o era otro, pues el joven de mediana edad, ya en la cuarentena, ha cambiado de piso, después de haber convertido ese cuchitril en una monada con salón, dormitorio, baño y cocina abierta, exhibida en tv y casi premiada en revistas de decoración (vale, vale, retiro esto último, no es cierto). Pero el pálpito se repitió cuando buscaba una segunda mansión palaciega en la que reposar de la dura batalla de la cotidianeidad. Ese joven talludito del que hablamos vio y requetevio muchos pisos, y sólo uno obtuvo altas calificaciones por parte de inteligencia y corazón: lo encontró en una céntrica corrala sanbernardina, condeduqueña o comendadoriana. Y ahí sigue. De momento.
Basten estos dos ejemplos, uno absolutamente ajeno a mi persona (no soy príncipe de cuento empalagoso) otro tan pegado a mí que diríase que el atractivo personaje en la cuarentena fuera yo mismo, para afirmar que encuentro muy acertada la frase de don Jorge Arena, o de doña Aurora del Pino (sí, ya sé que Dupin no significa exactamente esto).
Claro que no he hablado de la publicidad, que era quien reclamaba atención. Dudo yo que cuando buscas en el supermercado un bote de lejía tenga el corazón que intervenir para decirte: «Esta, que tiene un animalito dibujado y a ti te gusta mucho la magia con animalitos saliendo del sombrero...». Pero imagino yo que tampoco Sand/Dupin pensaba en este tipo de búsquedas cuando escribió su frase-cita.
En fin, que me voy. Que tengáis buen día. Y no dejéis nunca que sean sólo la inteligencia o sólo el corazón quienes decidan que habéis encontrado lo que buscáis. Siempre es mejor que se pongan de acuerdo. Al menos para eso. Besitos.
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Con mis mejores deseos siempre, un abrazo.
Carmen Guaita