El pasado miércoles se me ocurrió
ir a visitar a una amiga, pues sabía perfectamente dónde la iba a encontrar,
para irme con ella después de tiendas. Después de un rato mirando otras cosas,
decidimos orientar nuestra búsqueda a los adornos navideños. Tanto ella como yo
somos de llenar la casa, o al menos algún rincón, de cositas con sabor
navideño, y preparamos una corona, engalanamos árboles, ponemos belenes y
misterios, arreglamos especialmente la mesa de Nochebuena, decoramos puertas… Creamos
ambiente exterior para facilitar la celebración, en definitiva.
Ambos buscábamos lo mismo, o al
menos cosas parecidas: motivos típicos de la Navidad, del anuncio festivo del
nacimiento de Dios: ángeles, campanas, estrellas… Y colores vivos, alegres,
luminosos, festivos: rojo, plateado, dorado… Tomo prestadas sus palabras para
describir la decepción que nos llevamos al ver que, en vez de ángeles, había «1.500 clases de
renos, de peluche, plástico, cristal, metal, madera, fieltro; 800 de muñecos de
nieve, mismos materiales, variedad de tamaños; 60 de pingüinos (están empezando,
no se ilusionen)… balancines de caballito, 2 millones de papás Noel; un biplano cargado de paquetes, corazones; amorcillos eróticos,
portadores de corazones, que algún ilustrado confundió con los ángeles;
soldaditos, ayudantes de Santa Claus, en femenino y masculino; ¡¡¡hadas!!!, bastones
de caramelo… ¿Y las bolas de siempre? Pues un surtido más que respetable de
adornos de carroza funeraria dieciochesca en los alegres colores de la navidad:
negro, marrón, oxido, gris. Eso sí en cristal. Cambio de tienda y… cerdas rosas
con tutú, vacas con alas, ranas eufóricas y… en fin de lobotomía cultural total».
Vale que hay tradiciones
culturales diferentes, vale que no todo el mundo tiene las mismas creencias,
pero… ¿tiene sentido hacer desaparecer lo normal, lo sencillo, lo tradicional,
y dejar solo lo estrambótico, lo ajeno, lo exótico, lo estrafalario…?
Si aún no ha empezado el
Adviento, tiempo previo a la Navidad, que tiene su ritmo, su vivencia, su espíritu…
Y también sus adornos propios: la corona, el calendario… Si aún no ha empezado
el Adviento y ya estamos, y me incluyo, preparando la Navidad. Anda, pues eso
también es el Adviento. Y lo hacemos buscando cosas alegres. Porque alegre es
la Navidad. O al menos debemos hacer que lo sea, cuando la tristeza nos invada,
como el frío, en forma de recuerdos o de ausencias…
Adornos, alegría, luces, colores…
Vuelvo la mirada a los sabios y santos padres, que nos orientan:
«Para alegrarnos, no sólo necesitamos cosas, sino también amor
y verdad: necesitamos al Dios cercano que calienta nuestro corazón y responde a
nuestros anhelos más profundos» (Benedicto XVI).
No sólo necesitamos cosas. Que
también. Necesitamos adornos que den un toque festivo, diferente, al hogar, a
la mesa, al entorno, a la ciudad. Necesitamos músicas que impriman un toque
festivo en el aire, en ese aire frío del invierno, en ese aire frío de los
hogares rotos, de los hogares en los que vibra la ausencia, la pérdida, o
incluso el rencor… Necesitamos cosas para alegrarnos. Pero bien nos dice el Papa Benedicto que eso no basta. Que si
nos quedamos en esa alegría que nos dan las cosas, no vamos a vivir ninguna
alegría. Menos aún cuando la alegría la proporcionan no un ángel que proclama
una buena nueva, ni una campana que tañe en lo alto, ni una estrella que
ilumina la noche con una luz esplendente, sino una vaca con alas y tutú, una
cabeza de reno con sonrisa bobalicona o un biplano azul cargado de paquetes…
Que la alegría no está en las
cosas, sino en lo que las cosas evocan, en lo que las cosas, con su presencia,
con su significado, con su alegoría, nos señalan: por eso yo necesito el ángel,
la estrella, la campana… Porque ellos, de algún modo, me están permitiendo
recordar el verdadero sentido de una alegría que entonces sí, es natural,
auténtica y no impuesta por las fechas o por la costumbre: que Dios calienta
nuestro corazón y responde a nuestros anhelos más profundos.
Así sea (es que hoy me ha quedado
de un homilético…).
Comentarios