Hoy estoy contento, quizá porque el caballero que estos días se pone a hacer música en el Metro, concretamente en Alonso Martínez, tiene buen oído, canta bien, con una voz rasgada a lo Rod Stewart, aunque más melódico, y tiene buen gusto. Esta mañana, por ejemplo, estaba cantando Donna, una preciosa canción de Cliff Richard que yo me sé en la versión que hicieron Los Lobos. Ir camino del trabajo con una sonrisa, tarareando una canción, recordando momentos felices, de eso se trata.
Y esto, no sé cómo ni por qué, me lleva a recomendar hoy un pensamiento de un hombre que, mucho tiempo después de muerto, se ha vuelto inmerso en una estéril pero desestabilizadora polémica. Desestabilizadora para los tontos, claro, que creen necesario justificar su propia condición apuntando a su carro a personajes más ilustres que ellos. Pero, ¿de qué estás hablando? Del pobre John Henry Newman, cardenal de la Iglesia católica, converso del anglicanismo, hombre de probada rectitud y vastísima inteligencia que ahora un grupo de gentecilla ha decidido poner ante su mirilla para tacharle de ¡homosexual! Nunca creeré semejante patraña, desde luego, y menos cuando la afirmación carece de todo fundamento sólido, pero, en cualquier caso, si lo fue, que repito que no, su pensamiento, su trayectoria vital, sus escritos, son los que son. Y tienen joyas como esta:
«Hay que trata las cosas de este mundo de manera que nos recuerden que hay otro mundo más grande» (John Henry Newman).
Me parece que esta recomendación del cardenal, sabia en su fundamento y en la sencillez de su trazado, es algo que olvidamos o simplemente no tenemos en cuenta en muchos momentos. ¿Cuántas cosas de este mundo las consideramos tan cotidianas, anodinas, superfluas, menores, que no les damos la más mínima importancia, no porque no la tengan, sino porque simplemente no reparamos en ellas? Y sin embargo, son cosas de este mundo, cosas que tendríamos que mirar como referentes de un mundo más grande, más generoso, más justo, más pleno, más feliz.
Todo, desde el sonido del despertador o los mundanos placeres de la ducha o del desayuno, hasta el hecho de tener un trabajo o un señor que canta en el Metro, o el aire fresco de la mañana y el aire acondicionado en el despacho, debería ser contemplado con otros ojos, y así veríamos detrás un mundo más pleno. Y de eso se trata, de formar parte de esa plenitud.
Todo, y todos, puede ser contemplado como un buen suceso para nosotros, y también nosotros podemos ser un buen suceso para los otros.
Y esto, no sé cómo ni por qué, me lleva a recomendar hoy un pensamiento de un hombre que, mucho tiempo después de muerto, se ha vuelto inmerso en una estéril pero desestabilizadora polémica. Desestabilizadora para los tontos, claro, que creen necesario justificar su propia condición apuntando a su carro a personajes más ilustres que ellos. Pero, ¿de qué estás hablando? Del pobre John Henry Newman, cardenal de la Iglesia católica, converso del anglicanismo, hombre de probada rectitud y vastísima inteligencia que ahora un grupo de gentecilla ha decidido poner ante su mirilla para tacharle de ¡homosexual! Nunca creeré semejante patraña, desde luego, y menos cuando la afirmación carece de todo fundamento sólido, pero, en cualquier caso, si lo fue, que repito que no, su pensamiento, su trayectoria vital, sus escritos, son los que son. Y tienen joyas como esta:
«Hay que trata las cosas de este mundo de manera que nos recuerden que hay otro mundo más grande» (John Henry Newman).
Me parece que esta recomendación del cardenal, sabia en su fundamento y en la sencillez de su trazado, es algo que olvidamos o simplemente no tenemos en cuenta en muchos momentos. ¿Cuántas cosas de este mundo las consideramos tan cotidianas, anodinas, superfluas, menores, que no les damos la más mínima importancia, no porque no la tengan, sino porque simplemente no reparamos en ellas? Y sin embargo, son cosas de este mundo, cosas que tendríamos que mirar como referentes de un mundo más grande, más generoso, más justo, más pleno, más feliz.
Todo, desde el sonido del despertador o los mundanos placeres de la ducha o del desayuno, hasta el hecho de tener un trabajo o un señor que canta en el Metro, o el aire fresco de la mañana y el aire acondicionado en el despacho, debería ser contemplado con otros ojos, y así veríamos detrás un mundo más pleno. Y de eso se trata, de formar parte de esa plenitud.
Todo, y todos, puede ser contemplado como un buen suceso para nosotros, y también nosotros podemos ser un buen suceso para los otros.
Comentarios
Bueno, vale! probaré! Besos