Bueddos días, queguidos abbigos. Do zé buy bied bbodqué, peddo esta madnada bbe he levadtado cod uda ligeda obstducciód dasal. No paro de sonarme y no doy abasto con los pañuelitos de tisú, vulgo clínex. La ventaja que tenéis es que difícilmente os pueda contagiar la lectura de un blog o de un correo electrónico. Otra cosa es quien desee utilizar mi teclado.
En realidad la cosa no es tan grave como la pinto, y estoy casi bien. Al menos eso pensaba hasta que me he mirado esta mañana en el espejo del baño, antes de la ducha, y me he encontrado de frente nada menos que con Oskar Homolka (si no sabéis quién es, es que no habéis visto nunca Ninotchka). «¡Dios mío –he pensado para mis adentros más íntimos de mi propio ser interior–, cómo es posible que se te hayan subido las cejas a media frente!». Tengo que ponerle remedio ya. Y tiene que ser precisamente ahora, que me acabo de enterar de que en menos de dos semanas voy a conocer (y a fotografiarme, ya lo veréis) con la musa de los corazones, la reina de los bailes de salón, la rubia entre las rubias. Y yo con estas cejas, y con todo lo demás. Si quiero dar bien en la foto con ella, debo comenzar inmediatamente a fortalecer, vigorizar y tonificar mis músculos (¿¡!?), trabajar intensamente el tono y la tersura facial, cortarme el pelo, hacerme la manicura, depurar el contorno de ojos, endurecer el mentón, estudiar mi mejor mirada ladeada y aprender a posar. O hago todo eso, o contrato a Velencoso para que se haga una foto con la Igartiburu y luego finjo que el maromo que está con ella soy yo… En fin.
Tras esta larga introducción, no me queda tiempo para proponeros un pensamiento, ni nada. Yo quería hablaros de la infancia, la tierna y dulce infancia, la que celebramos hoy en su Día Internacional y la que nos cargamos a diestro y siniestro con un montón de leyes, preceptos, ideologías, imposiciones y demás. Suscribo el manifiesto que me acaba de remitir la Asociación «Unidos por la Vida» (soy como Carmen Lomana o como Sánchez Dragó, que también lo han suscrito), pero me veo obligado por la premura a proponer una frase-cita y un comentario más sencillitos, como de andar por casa.
«No podemos resolver problemas pensando de la misma manera que cuando los creamos» (Albert Einstein).
Dicho de otro modo: para resolver un problema debemos pensar de otra manera. O enfocar el problema desde otro punto de vista, analizarlo con amplitud de miras y estudiar posibles perspectivas adyacentes que nos permitan interpretar el problema y su solución.
Pongamos un caso concreto: pensemos en el niño aquel de la postal, ese que está mirando con preocupación los cordones de sus zapatos, mientras el texto de la dichosa postalita dice eso de: «No podemos pactar con las dificultades, o las vencemos o nos vencen». El muchacho tiene un problema y para solucionarlo tiene que cambiar la manera de pensar (eso es lo que nos dice el Alberto einste). Todos estaremos pensando que el problema es que no se sabe atar los cordones, ¿verdad? Aunque quizá su problema sea que su papá o su mamá no han sabido enseñarle el truco de la serpiente que sale del lago, rodea el árbol y se vuelve a meter en el lago (¿era así, no?).
Pues el niño cambió su manera de pensar y resolvió el problema. Ahora es un empresario del calzado, propietario de una conocida marca de zapatillas de deporte pionera en la utilización del velcro en el calzado infantil.
También podría haber sido de otra manera: el niño, al ver que no podía pactar con la dificultad de atarse los cordones de los zapatos, cortó por lo sano, se quitó los zapatos y echó a correr descalzo, sintiendo en sus tiernos pies el frescor de la hierba. Y ahora es un conocido activista del ecologismo, y siempre que no lleva sandalias va descalzo.
En cualquiera de los dos casos, el niño hizo caso del sabio consejo del Alberto einste: pensó y logró dar solución a su problema.
Pues eso deberemos hacer. Porque no siempre la solución que nos parece más evidente es la más acertada…
En realidad la cosa no es tan grave como la pinto, y estoy casi bien. Al menos eso pensaba hasta que me he mirado esta mañana en el espejo del baño, antes de la ducha, y me he encontrado de frente nada menos que con Oskar Homolka (si no sabéis quién es, es que no habéis visto nunca Ninotchka). «¡Dios mío –he pensado para mis adentros más íntimos de mi propio ser interior–, cómo es posible que se te hayan subido las cejas a media frente!». Tengo que ponerle remedio ya. Y tiene que ser precisamente ahora, que me acabo de enterar de que en menos de dos semanas voy a conocer (y a fotografiarme, ya lo veréis) con la musa de los corazones, la reina de los bailes de salón, la rubia entre las rubias. Y yo con estas cejas, y con todo lo demás. Si quiero dar bien en la foto con ella, debo comenzar inmediatamente a fortalecer, vigorizar y tonificar mis músculos (¿¡!?), trabajar intensamente el tono y la tersura facial, cortarme el pelo, hacerme la manicura, depurar el contorno de ojos, endurecer el mentón, estudiar mi mejor mirada ladeada y aprender a posar. O hago todo eso, o contrato a Velencoso para que se haga una foto con la Igartiburu y luego finjo que el maromo que está con ella soy yo… En fin.
Tras esta larga introducción, no me queda tiempo para proponeros un pensamiento, ni nada. Yo quería hablaros de la infancia, la tierna y dulce infancia, la que celebramos hoy en su Día Internacional y la que nos cargamos a diestro y siniestro con un montón de leyes, preceptos, ideologías, imposiciones y demás. Suscribo el manifiesto que me acaba de remitir la Asociación «Unidos por la Vida» (soy como Carmen Lomana o como Sánchez Dragó, que también lo han suscrito), pero me veo obligado por la premura a proponer una frase-cita y un comentario más sencillitos, como de andar por casa.
«No podemos resolver problemas pensando de la misma manera que cuando los creamos» (Albert Einstein).
Dicho de otro modo: para resolver un problema debemos pensar de otra manera. O enfocar el problema desde otro punto de vista, analizarlo con amplitud de miras y estudiar posibles perspectivas adyacentes que nos permitan interpretar el problema y su solución.
Pongamos un caso concreto: pensemos en el niño aquel de la postal, ese que está mirando con preocupación los cordones de sus zapatos, mientras el texto de la dichosa postalita dice eso de: «No podemos pactar con las dificultades, o las vencemos o nos vencen». El muchacho tiene un problema y para solucionarlo tiene que cambiar la manera de pensar (eso es lo que nos dice el Alberto einste). Todos estaremos pensando que el problema es que no se sabe atar los cordones, ¿verdad? Aunque quizá su problema sea que su papá o su mamá no han sabido enseñarle el truco de la serpiente que sale del lago, rodea el árbol y se vuelve a meter en el lago (¿era así, no?).
Pues el niño cambió su manera de pensar y resolvió el problema. Ahora es un empresario del calzado, propietario de una conocida marca de zapatillas de deporte pionera en la utilización del velcro en el calzado infantil.
También podría haber sido de otra manera: el niño, al ver que no podía pactar con la dificultad de atarse los cordones de los zapatos, cortó por lo sano, se quitó los zapatos y echó a correr descalzo, sintiendo en sus tiernos pies el frescor de la hierba. Y ahora es un conocido activista del ecologismo, y siempre que no lleva sandalias va descalzo.
En cualquiera de los dos casos, el niño hizo caso del sabio consejo del Alberto einste: pensó y logró dar solución a su problema.
Pues eso deberemos hacer. Porque no siempre la solución que nos parece más evidente es la más acertada…
Comentarios
Respecto al niño de los zapatos, hubo uno que se lió con los cordones, ató los de un zapato con el otro y cuando se levantó y echó a correr se estampó contra el suelo y se rompió la nariz. Hoy es un cirujano plástico que entre rinoplastia y reducción de ojeras igual se la lía a sus clientas y las liga las trompas de Falopio. Algunos siguen erre que erre, mirando todo con anteojos anticuados, buscando soluciones viejas y cayendo en los mismos errores.