Hola, corazones.
Algo está cambiando en mi vida, lo presiento, lo intuyo, lo percibo en señales difusas que aún no se perfilan en el horizonte. Quizá estoy exagerando, pero, una vez comprobado que la supuesta crisis de los cuarenta no me ha afectado (quizá porque me afectó la de los veintiocho, crisis particular que me inventé yo solito), me ha dado por pensar, por prefigurar que estoy a las puertas de una nueva etapa de mi vida. Con lo perspicaz que soy, quizá estas señales que afirmo intuir no son más que el cambio de estación, la caída otoñal de las hojas y de los cabellos, qué sé yo. Y con lo lanzado que soy yo para todo (vamos, que menos la prudencia atesoro todas las cualidades y virtudes del estático e inmovilizado personaje anclado en sí mismo), quizá dentro de tres o cuatro lustros haya dado por fin inicio a esta etapa de transformaciones que, insisto, aún no sé muy bien en qué consiste y qué derroteros me hará seguir.
Por eso la frase-cita que me he encontrado esta mañana en mi bandeja de entrada del correo electrónico de Yahoo, y que responde al envío diario de Proverbia.net, me viene como anillo al dedo o como gargantilla a la gola:
«Retroceder ante el peligro da por resultado cierto aumentarlo» (Gustave Le Bon).
¿Pues no me está diciendo Gustavo el Bueno que es un acto de cobardía retroceder ante el peligro, porque eso hace que el peligro aumente? Saben los estrategas militares que en ocasiones un retroceso es imprescindible, importante, crucial casi para acabar obteniendo la victoria sobre el enemigo, y es del enemigo de quien suele derivar o proceder el peligro (ah, ¿sí?).
Según y como, me parece a mí. Porque peligros hay muchos. Por ejemplo, retroceder ante un nutrido grupo de compañeros de trabajo disfrazados de siglas y dispuestos a llamarte de todo menos bonito porque quieres entrar a trabajar (no, tranquilos, a mí no me pasa eso, nadie en el convento organiza piquetes), puede no aumentar el peligro. Al menos el peligro directo, el peligro de que te arreen, te escupan, o te insulten. Hay peligros más diferidos, como el peligro de que dejen de hablar contigo (mira, igual eso no es tan malo, total...), o el peligro de que, como les has cedido tus derechos, saben que cada vez que te presionen y amedrenten obtendrán de ti lo que desean. Vale, Gustavo, tomo nota, no retrocederé ante el peligro que supone la coacción.
Por ejemplo, está el peligro de que te lleve un coche por delante si te obstinas en cruzar la calle. Están los semáforos y los pasos de cebra, diréis. Claro, contesto, lo sé. Son esos palitos con luces rojas y verdes que sirven para que los coches aceleren y esas rayitas pintadas en el suelo que suelen indicar que ese es el mejor sitio para que los pobrecitos que llevan mucho tiempo dando vueltas para aparcar su coche lo dejen, por fin, ante la impotencia de un joven con espina bífida que se mueve en silla de ruedas. Con la prudencia debida, respetando las normas que indican las lucecitas, las señales verticales y el código de la circulación, ese libro que te estudias cuando te sacas el carnet de conducir y con el que luego te haces un rollo de papel higiénico o en su defecto unos porritos, respetando todo eso, repito, no veo peligro por ningún lado. ¿Me he ido de tema a uno de mis estándares? Quizá sí. Retomo.
Está el peligro de que el rottweiler de tu vecino, ese que te mira con cara de malas pulgas porque pones la radio en tu casa y acaricia tu nombre en el buzón con un estilete afilado, anime al animalito (cacofónico estoy) a ofrecerte uno de sus saludos o a desayunarse con tu nalga izquierda. Retroceder ante el perro del vecino, por ejemplo, ¿hace que el peligro aumente? Yo no me arriesgaría a moverme, pero tampoco me quedaría quieto.
Quiero decir con esto, amigo Gustavo el Bueno, que lo de retroceder o no ante el peligro depende del peligro en cuestión al que nos enfrentemos, de las posibilidades de refugio, defensa y ataque que tengamos, de nuestras capacidades y habilidades…
Aun así, y mira que soy cobarde, creo que algo de razón llevas: si no haces frente al peligro, a ningún peligro, por nimio que este sea, acabarás por inmovilizarte y por no vivir la vida. Así que, a mí me digo, ánimo y adelante.
Algo está cambiando en mi vida, lo presiento, lo intuyo, lo percibo en señales difusas que aún no se perfilan en el horizonte. Quizá estoy exagerando, pero, una vez comprobado que la supuesta crisis de los cuarenta no me ha afectado (quizá porque me afectó la de los veintiocho, crisis particular que me inventé yo solito), me ha dado por pensar, por prefigurar que estoy a las puertas de una nueva etapa de mi vida. Con lo perspicaz que soy, quizá estas señales que afirmo intuir no son más que el cambio de estación, la caída otoñal de las hojas y de los cabellos, qué sé yo. Y con lo lanzado que soy yo para todo (vamos, que menos la prudencia atesoro todas las cualidades y virtudes del estático e inmovilizado personaje anclado en sí mismo), quizá dentro de tres o cuatro lustros haya dado por fin inicio a esta etapa de transformaciones que, insisto, aún no sé muy bien en qué consiste y qué derroteros me hará seguir.
Por eso la frase-cita que me he encontrado esta mañana en mi bandeja de entrada del correo electrónico de Yahoo, y que responde al envío diario de Proverbia.net, me viene como anillo al dedo o como gargantilla a la gola:
«Retroceder ante el peligro da por resultado cierto aumentarlo» (Gustave Le Bon).
¿Pues no me está diciendo Gustavo el Bueno que es un acto de cobardía retroceder ante el peligro, porque eso hace que el peligro aumente? Saben los estrategas militares que en ocasiones un retroceso es imprescindible, importante, crucial casi para acabar obteniendo la victoria sobre el enemigo, y es del enemigo de quien suele derivar o proceder el peligro (ah, ¿sí?).
Según y como, me parece a mí. Porque peligros hay muchos. Por ejemplo, retroceder ante un nutrido grupo de compañeros de trabajo disfrazados de siglas y dispuestos a llamarte de todo menos bonito porque quieres entrar a trabajar (no, tranquilos, a mí no me pasa eso, nadie en el convento organiza piquetes), puede no aumentar el peligro. Al menos el peligro directo, el peligro de que te arreen, te escupan, o te insulten. Hay peligros más diferidos, como el peligro de que dejen de hablar contigo (mira, igual eso no es tan malo, total...), o el peligro de que, como les has cedido tus derechos, saben que cada vez que te presionen y amedrenten obtendrán de ti lo que desean. Vale, Gustavo, tomo nota, no retrocederé ante el peligro que supone la coacción.
Por ejemplo, está el peligro de que te lleve un coche por delante si te obstinas en cruzar la calle. Están los semáforos y los pasos de cebra, diréis. Claro, contesto, lo sé. Son esos palitos con luces rojas y verdes que sirven para que los coches aceleren y esas rayitas pintadas en el suelo que suelen indicar que ese es el mejor sitio para que los pobrecitos que llevan mucho tiempo dando vueltas para aparcar su coche lo dejen, por fin, ante la impotencia de un joven con espina bífida que se mueve en silla de ruedas. Con la prudencia debida, respetando las normas que indican las lucecitas, las señales verticales y el código de la circulación, ese libro que te estudias cuando te sacas el carnet de conducir y con el que luego te haces un rollo de papel higiénico o en su defecto unos porritos, respetando todo eso, repito, no veo peligro por ningún lado. ¿Me he ido de tema a uno de mis estándares? Quizá sí. Retomo.
Está el peligro de que el rottweiler de tu vecino, ese que te mira con cara de malas pulgas porque pones la radio en tu casa y acaricia tu nombre en el buzón con un estilete afilado, anime al animalito (cacofónico estoy) a ofrecerte uno de sus saludos o a desayunarse con tu nalga izquierda. Retroceder ante el perro del vecino, por ejemplo, ¿hace que el peligro aumente? Yo no me arriesgaría a moverme, pero tampoco me quedaría quieto.
Quiero decir con esto, amigo Gustavo el Bueno, que lo de retroceder o no ante el peligro depende del peligro en cuestión al que nos enfrentemos, de las posibilidades de refugio, defensa y ataque que tengamos, de nuestras capacidades y habilidades…
Aun así, y mira que soy cobarde, creo que algo de razón llevas: si no haces frente al peligro, a ningún peligro, por nimio que este sea, acabarás por inmovilizarte y por no vivir la vida. Así que, a mí me digo, ánimo y adelante.
Comentarios
Una pieza rara, pues es mas conocida la reedición española del mismo editor del año 1929.
A quién le interese la obra nos puede contactar en nuestra dirección email.