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Un pensamiento de George Herbert

Hola, corazones.

¿Qué se puede contar de extraordinario cuando todo lo que nos ocurre son cuestiones no ya consuetudinarias, sino incluso ordinarias hasta rayar la zafia tosquedad de lo rudimentario? (Redundante en mi empeño de volver sobre el mismo concepto en una espiral estoy). Nada, salvo que la vida, casi siempre, está llena de cotidianeidad, esa que, a fuerza de repetir, no vemos o no valoramos. La cotidianeidad de tener una cama (¡hoy me traen la nueva!) y de poder acostarte en ella, tan a gustito bajo el edredón y levantarte horas (pocas) después. La cotidianeidad del café, con su vigorizante aroma; del zumo, con su vitamínica acidez; de la ducha, con su tonificante efecto sobre cuerpo y mente; de la colonia, con su envolvente fragancia, que me seduce hasta hacer que me persiga a mí mismo para no dejar de percibirme. La cotidianeidad de la quiosquera, que te da los buenos días, independientemente de que te anuncie algún día que no puedes leer desgracias en el autobús porque el reparto no ha llegado aún; la cotidianeidad del autobusero, que te da todos los días el saludo matutino con cinco minutos de retraso sobre el horario previsto; la cotidianeidad de aquellas personas que son ya tus colegas, de tantos trayectos realizados en el mismo autobús, a la misma hora, casi sentados en el mismo asiento. No sigo porque luego llega lo del trabajo, y eso. Y no es cuestión (plan, como se dice ahora para todo) de ponerme más pesadito de lo que ya soy.

Cotidianeidad es frecuencia. Como la frecuencia, en esta ocasión semanal, de localizar una frase-cita ingeniosa para jugar con ella a destriparla, a ironizar, a comentarla tontamente para entretener el rato o para que muchos, muchos ya, recuerden que hoy es viernes, y que los viernes una rutina da, con una precisión y una periodicidad pasmosas, paso a otra rutina.

La frase-cita que he elegido para hoy ha sido tomada, como casi siempre, de los envíos de Proverbia.net, pero en esta ocasión lo he hecho con cierta intención. No porque quiera decirle nada a nadie, ni siquiera a mí mismo, sino porque desde que la leí, el lunes o el martes, no recuerdo bien, me provocó una sonrisa maliciosa y socarrona que me ha dejado un regusto malicioso.

«No frecuentes las malas compañías, no sea que aumente su número» (George Herbert).

Si no me equivoco, y si mi cada vez más menguada memoria no me falla de nuevo, no es esta la primera frase-cita que comento del afamado poeta inglés Jorge Heriberto. Y creo que voy a buscar más pensamientos suyos, incluso algún escrito, porque me cae bien, porque dice cosas que me gustan y me provocan («No todo resbalón significa una caída»; «¿Por qué se ha de temer a los cambios? Toda la vida es un cambio. ¿Por qué hemos de temerle?»; «La indignación moral no es más que envidia con aureola»).

Y esta frase-cita, que casi no voy a comentar porque habla por sí sola, también me gusta y me provoca. Siempre he pensado que a lo que sabes de antemano que es pernicioso o perjudicial no debes acercarte mucho, pues corres el riesgo de acabar en sus redes. Por eso nunca echo monedas en las maquinitas tragaperras (ni siquiera una, como hace un amigo, que echa veinte céntimos una vez al trimestre, aproximadamente), no vaya a ser que las lucecitas me atonten. Tampoco suelo frecuentar sustancias alucinógenas, salvo el té Darjeeling, que me tomo una o dos tazas al año, no vaya a ser que me encadene a ellas.

Del mismo modo, como recomienda Jorge Heriberto, no tiendo a frecuentar malas compañías (de hecho, todos mis amigos, todos mis familiares, todos mis lectores, todos mis seguidores son excelentes), quizá por miedo a convertirme en una mala compañía. Claro que, como tampoco nadie me frecuenta a mí, a veces pienso si seré una mala compañía para el resto. ¡Ay, madre, que va a ser eso! No lo creo. Sólo que la vida hace que los caminos de las personas se crucen y se descrucen, y así quienes se frecuentaban mucho de repente se ven poco, y quienes no se veían nada sólo se leen una vez cada cierto tiempo…

Besos a todos, que sois la mejor compañía, incluso en la distancia (estoy de acuerdo con el bolero: «Dicen que la distancia es el olvido, pero yo no concibo esa razón»).

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