Hola, corazones.
Como vivo en un barrio que resulta de enorme atractivo para los artistas independientes de creatividad fumada, todos los días veo pintadas nuevas, ya sea en las puertas de los edificios, en las fachadas, en los cierres metálicos de los locales, o incluso en algunos vehículos (furgonetas y camiones, de momento no se han atrevido con los Toyotas y los BeEmeDobleUves). Suelen ser garabatos, realizados con un aerosol de acrílico, o con un vulgar rotulador de punta gordota, que únicamente representan y significan la firma del insigne y genial autor. Las veo y pienso enseguida en lo felices que deben de sentirse (debemos de sentirnos) los vecinos, propietarios e inquilinos, de las viviendas que con tanto esmero se dignan en decorarnos gratuitamente y sin consultarnos estos sublimes artistas callejeros. Pienso también en que seguramente los esforzados progenitores de estos creativos y alternativos artistas han realizado un enorme esfuerzo educativo y económico para conseguir, al menos, que sus hijitos desarrollen su expresividad artística en nuestras fachadas, en lugar de hacerlo en el cabecero de la cama de sus padres, o en las paredes del salón o del ofis. Y pienso otras cosas más, que no viene al caso reproducir aquí, porque me cerrarían el espacio por incluir palabras malsonantes y políticamente incorrectas contra un sector de la población que debe ser protegido y mimado por las autoridades (por todas: la progresía intelectual ve en ellos la expresión más fresca del arte puro, quizá porque no les pintan en sus mansiones privadas; las autoridades políticas, porque piensan que al fin y al cabo los sufridos vecinos de barrios céntricos e históricos sólo somos calendariopuertas, según una expresión que utilizaba mucho mi abuelo, para evitar el uso del malsonante «gili»; las autoridades militares y eclesiásticas no se meten en este ajo porque no les corresponde, y yo lo entiendo, sólo les faltaba eso para que se los comieran vivos…).
También pienso en mi pasado grafitero. Sí, sí, yo fui grafitero. De los que escribía firmas. Mi propia firma. Y me acuerdo siempre de un profesor del colegio, que me quitó de un plumazo la afición por estampar mi firma… en cada ventana empañada del colegio. En su momento, lo que dijo me sentó muy mal, pero ahora recuerdo su comentario como una de las mejores acciones pedagógico-educativas que he recibido, una acción que ha hecho que mi creatividad evolucione y se encamine por otros senderos, y que mi respeto por los demás, por el entorno y por la propiedad ajena sea mayor. El buen educador, de cuyo nombre ya ni me acuerdo, entró en el aula, vio todas las ventanas con mi nombre escrito en sus cristales (no utilizaba rotuladores ni aerosoles, sino sólo mi dedito sobre el vaho, el mismo dedito con el que digo sí, sí, el mismo dedito con el que digo no, no) y dijo: «El nombre de los tontos está escrito en todas partes». Podéis imaginar, claro, que en su momento me encorajinó mucho su comentario, tanto que, por un tonto orgullo que me posee aproximadamente unas cuarenta y ocho horas al día desde hace ya más de cuarenta y cuatro años, no quise borrar mi nombre, sino esperar a que el vaho desapareciera por sí solo. Pasado el tiempo, reconozco que esa frase me hizo mucho bien y redirigió mis pasos en muchos sentidos. Y estoy convencido de que esa frase es verdad. La repito mentalmente cada vez que veo una firmita grafitera nueva en alguna fachada de mi casa («El nombre de los tontos está escrito en todas partes»), y la repito también cada vez que las calles de mi cuidad se inundan de carteles en tiempo de elecciones («El nombre de los tontos está escrito en todas partes»). Y estoy convencido de que en ambos casos es verdad. Pero a los de los carteles electorales les salva el hecho de que son otros los que han escrito su nombre, y no ellos mismos en un desaforado y mal llamado artístico arrebato egolátrico.
En fin…
Quería haber hablado del máximo ideólogo de la alta intelectualidad patria, que ha tenido que irse al Cono Sur para contravenir una norma cuyos secuaces han promulgado en estos lares, pero creo en el fondo que no hay mejor desprecio que el menor aprecio, así que mejor nos vamos con la frase-cita, ¿sí?
«Al hombre que hace todo lo que puede no podemos decirle que no hace todo lo que debe» (Fray Antonio de Guevara).
«Hago todo lo que puedo» es una de las ¿excusas? más comunes. Y como excusa siempre puede sonar a poco; a quien te escucha decir eso siempre puede parecerle que estás escurriendo el bulto, escaqueándote, mirando para otro lado, etc. Pero viene un fraile (tan denostados ellos últimamente, o casi siempre en la historia de la humanidad) a decirnos que no, que decir «hago todo lo que puedo» quizá no sea una excusa, siempre y cuando, y esto lo añado yo, sea cierto.
Cuando un joven universitario saca un aprobado justo en una asignatura de ardua materia y con un profesor de esos que se precian de que en sus exámenes sólo aprueban los Einstenios y los Curios (de Curie, no de Curia), ¿es justo decirle que no ha hecho todo lo que ha podido? Cierto es que del aprobado a la EmeHache hay un largo recorrido, pero es no significa que el joven no haya puesto toda su carne en el asador, se haya devanado los sesos y haya perdido peso de tanto como se ha esforzado en obtener ese aprobadillo. ¿Ha hecho todo lo que podía? Seguramente. ¿Quién está en condiciones, pues, de decirle que no ha hecho todo lo que debe?
He llegado tarde, no me puedo extender, y además estoy bastante de acuerdo con fray Toño. Si una persona ha hecho, objetivamente, todo lo que ha podido, todo lo que se le ha ocurrido que tenía, podía y debía hacer, no somos nosotros quienes para, a continuación, decirle: «Sí, pero es que además debías haber hecho…». Que nosotros tengamos unas privilegiadísimas mentes y veamos deberes y posibilidades diferentes (¡qué casualidad!: siempre vemos que los demás debían haber hecho tal o cual cosa, pero cuando se trata de que las hagamos nosotros, siempre hacemos, sólo, todo lo que podemos), que tengamos una superioridad tal (o que nos lo creamos), no nos da pie a minusvalorar a nadie, ni a menoscabar su dignidad. El hombre, la mujer, han hecho todo lo que han podido, y en justicia no podemos exigirles más.
Gracias, fray Toño, por enseñarnos humildad y tolerancia, condescendencia y practicidad, y un montón de cosas más.
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