Hola, corazones.
En plena vorágine de poinsetias, comidas, adornos, belenes (misterios: no pierdo demasiado tiempo en plagar la casa de pastores, ovejas, castillos herodianos o tradicionales figuras en hedionda pose), reintegros, brindis, obsequios y envoltorios, y aún con la sensación de que voy corriendo a todas partes y a ninguna llego a tiempo, a pesar de disfrutar de las tardes libres durante dos semanas, tengo que reconocer que la Navidad, que ya está aquí (en centros comerciales casi se acaba ya, que tienen que montar las rebajas, no vaya a ser que nos escapemos), me hace sentir bien. Creo, en el fondo, y lo digo con sinceridad y con mucha modestia, no me he perdido del todo en el envoltorio, y sigo sabiendo, saboreando, algo de la sustancia de la fiesta.
Por eso la frase-cita de hoy, tomada del periódico del día, de un artículo de tribuna firmado por un antropólogo, un artículo que aún no he leído pero que leeré en cuanto encuentre un hueco. Frase-cita que casi no va a ser comentada, porque ella misma pide que nos callemos:
«La respuesta del hombre ante el pesebre no puede ser más que la contemplación en silencio del silencio de Dios» (Manuel Mandianes).
El silencio de Dios en el vagido de un recién nacido, en el gugutata imperceptible, en el pañal y en el pecho, en la ropa que le abriga (ropita, porque ahora todito lo relacionadito con el bebecito exige diminutivito), en el llanto, en el sueño... El silencio en la contemplación de la madre, en el sobrecogimiento del padre, en la aportación calórica de las bestias en el establo (menos mal que en los misterios de barro, resina, porcelana, madera, etc., el olor no nos llega).
Silencio de Dios que accede al entorno del hombre en paz, en uno de esos momentos en que el mundo entero experimentó la paz. Yo creía que era el único, pero no, ha habido otros. Hace poco comentaba Paloma Gómez Borrero, hablando de Juan Pablo II, que el encuentro de los líderes religiosos mundiales en Asís para orar juntos por la paz fue también un momento en el que se dio, se construyó, se experimentó, una paz mundial absoluta (un momento de Natividad de Nuestro Señor, añado yo).
Silencio de un Dios que no quiere dejarse acostar («no quieres, no quiero, cantaba un jilguero, José que aserraba dejó de aserrar», dice un hermoso poema-villancico).
Silencio de Dios que, ciertamente, sólo espera nuestro silencio. Así que, blogero del pensamiento de la semana, aplícate también aquel otro villancico, alegre como la Navidad, y «calla mientras la cuna se balancea, a la nanita, nana, nanita, ea».
¡Feliz Navidad a todos!
En plena vorágine de poinsetias, comidas, adornos, belenes (misterios: no pierdo demasiado tiempo en plagar la casa de pastores, ovejas, castillos herodianos o tradicionales figuras en hedionda pose), reintegros, brindis, obsequios y envoltorios, y aún con la sensación de que voy corriendo a todas partes y a ninguna llego a tiempo, a pesar de disfrutar de las tardes libres durante dos semanas, tengo que reconocer que la Navidad, que ya está aquí (en centros comerciales casi se acaba ya, que tienen que montar las rebajas, no vaya a ser que nos escapemos), me hace sentir bien. Creo, en el fondo, y lo digo con sinceridad y con mucha modestia, no me he perdido del todo en el envoltorio, y sigo sabiendo, saboreando, algo de la sustancia de la fiesta.
Por eso la frase-cita de hoy, tomada del periódico del día, de un artículo de tribuna firmado por un antropólogo, un artículo que aún no he leído pero que leeré en cuanto encuentre un hueco. Frase-cita que casi no va a ser comentada, porque ella misma pide que nos callemos:
«La respuesta del hombre ante el pesebre no puede ser más que la contemplación en silencio del silencio de Dios» (Manuel Mandianes).
El silencio de Dios en el vagido de un recién nacido, en el gugutata imperceptible, en el pañal y en el pecho, en la ropa que le abriga (ropita, porque ahora todito lo relacionadito con el bebecito exige diminutivito), en el llanto, en el sueño... El silencio en la contemplación de la madre, en el sobrecogimiento del padre, en la aportación calórica de las bestias en el establo (menos mal que en los misterios de barro, resina, porcelana, madera, etc., el olor no nos llega).
Silencio de Dios que accede al entorno del hombre en paz, en uno de esos momentos en que el mundo entero experimentó la paz. Yo creía que era el único, pero no, ha habido otros. Hace poco comentaba Paloma Gómez Borrero, hablando de Juan Pablo II, que el encuentro de los líderes religiosos mundiales en Asís para orar juntos por la paz fue también un momento en el que se dio, se construyó, se experimentó, una paz mundial absoluta (un momento de Natividad de Nuestro Señor, añado yo).
Silencio de un Dios que no quiere dejarse acostar («no quieres, no quiero, cantaba un jilguero, José que aserraba dejó de aserrar», dice un hermoso poema-villancico).
Silencio de Dios que, ciertamente, sólo espera nuestro silencio. Así que, blogero del pensamiento de la semana, aplícate también aquel otro villancico, alegre como la Navidad, y «calla mientras la cuna se balancea, a la nanita, nana, nanita, ea».
¡Feliz Navidad a todos!

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