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Un pensamiento de Georges Sand

Hola, corazones.

La conjunción de buenas personas me ha permitido hoy arañar unos minutos a la mañana y pasar más tiempo aquí, delante de la pantalla, que esperando en la desangelada marquesina de autobús junto a los bomberos. Se lo debo a dos conductores de autobús, uno de los cuales acelera para pegar el morro de su vehículo a la trasera del otro y me abre la puerta de delante, mientras el otro, paciente, vuelve a abrir las puertas al ver que me apeo y emprendo los cuatro metros lisos como si fuera a ganar una medalla de oro olímpica.

¿Cómo he conseguido esto? La verdad, no creo que el mérito sea mío, sino suyo, pues son dos buenas personas, buenos profesionales, que tienen, además, la capacidad de ponerse en la piel del otro, de apiadarse de otras personas (en este caso de mí, pero he visto que hacen también con otros viajeros/usuarios y colijo que también harán lo mismo en otras esferas de su vida). Yo sólo les he inspirado lástima y les he pedido ayuda. Ellos han hecho lo demás.

Pues bien, este pequeño ejemplo me ha recordado una frase-cita que me llegó el otro día por correo electrónico merced a Proverbia.net; cuando me llegó, me dije para mis adentros más íntimos de mi mismidad interior: «Esta», pero luego había caído en el más insulso de los olvidos. Pero ha regresado a mi memoria:

«La vida de un amigo, es la nuestra, como la verdadera vida de cada uno es
la de todos» (Georges Sand).

Mi querida escritora Jorge Arena es una buena mujer que no suele decir sandeces, ni perogrulladas, y que no se anda en toterías de ellos y de ellas, ni se entretiene en hablar de los hunos como si fueran otras y de las hordas como uno solo. Yo me entiendo (creo). Y además le gustaba la música (¿o era el músico?, qué memoria la mía).

Pues el caso es que viene a decirme (empezaré pensando que me lo dice a mí solo, ya se irá extendiendo la cosa por círculos o por ondas) que la vida de mis amigos es mi vida, como mi vida es suya y de todos. Dicho así, suena un poco rarotremendo, ¿no? Oigo eso y me parece que me vuelvo un poco reacio, que mi vida es mía, y a ver a quién le van a dar mi privacidad, los poemas que escribía cuando tenía diecisiete años, mi chino de marfil, mi atracción-repulsión por los tatuajes, mi colchón, mis oraciones o mi cepillo de dientes... Pero la intención no es que la gente se haga cargo de mis cosas, sean estas objetos, querencias, sentimientos o manías. La verdadera intención de Sand es que yo haga mía la vida de los otros, de mis amigos, primero, y luego de todos los demás. ¿Cómo? Preocupándome por ellos, interesándome por sus cosas, por su estado de ánimo, por sus problemas, preocupaciones, alegrías y esperanzas. Compartiendo. Que significa también abriendo el propio corazón, la propia vida a los demás, primero a los amigos y luego a todos, para que puedan ellos, también, interesarse, hacer suya tu propia vida. Intercambiando. Interactuando.

Ya digo que no es cuestión de llegar a esa ideología tan fantástica que propugna eso de “como todo es de todos, ese cuadro que tienes en la pared me lo llevo que queda mejor en mi salón que en el tuyo; y no protestes, que si protestas te voy a trasladar a vivir a esa casita de madera entre árboles que tengo en Siberia, que como todo es de todos ahora va a ser tuya y yo me quedo con la que tienes en el centro”. No, no va por ahí el mensaje de Sand (creo y espero). Me da la sensación, insixto (uno puede decir las cosas, repetirlas, iterarlas, reiterarlas e insistir hasta llegar, finalmente, a insixtir), de que lo que nos pide esta buena mujer es que seamos más humanos, que aprendamos a compartir nuestra existencia, primero con nuestros amigos, y por la teoría de los círculos que se interseccionan (¿intersectan, intersecan?), con todos.

Así, compartiendo, estando abiertos a los demás, siendo sensibles a ellos, es como podremos hacer que su vida sea nuestra, la nuestra suya, finalmente, parezcamos más seres humanos que gundisalvos de granito, marmóreas piedades impertérritas o «rodenes» pensadores blancos.

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