En
ocasiones me asalta una duda acerca de si lo que hago será visto como una extravagancia,
o si yo mismo resultaré un estrambótico ser. Tonterías absolutas que me duran
medio segundo, pero que reinciden cada cierto tiempo. Escribo un blog
comentando frase-citas, ¿no seré un poco rarito? Pues qué tontería, el que no
quiera, que no lo lea y punto. En el fondo, pienso luego, ¿qué es un extravagante,
un raro, un friki? ¿Un tío diferente? Pero si haga lo que haga, siempre habrá
alguien que considere que lo que hago es raro, diferente, susceptible de ser
puesto en cuarentena por si es contagioso. Prefiero dormir cinco minutos menos
y tener más tiempo para desayunar tranquilo. Más de uno me llamará raro por
eso. Plancho toda mi ropa. Más de uno considerará que soy un exagerado. Me
compré una camisa de flores para el día que firmaba en la Feria , porque mi libro tiene
flores en la portada. Cientos de personas pensarán que estoy chalado y que soy
un cursi sin remedio. Suma y sigue.
Pasa lo
mismo con los horteras. O con los que dictan lo que es hortera y lo que no. Es
curioso, pero el que denomina hortera un objeto, una prenda, una actitud,
siempre toma distancia, se desmarca: llevar calcetines blancos con zapato negro
es hortera, yo nunca nunca nunca lo hago, qué horror, qué espanto, qué
vergonzoso desvarío. Caso muy extremo, pero que existe, el de los calcetines.
Llevar un sombrero borsalino clásico ligeramente caído sobre la frente es
hortera para los chicos de la peluquería de superdiseño que hay al lado de mi
casa: ellos los llevan sobre la nuca, bien despejada la cara, que es como deben
llevarse, faltaría más, lo otro es hortera, pero lo suyo no. Pobrecitos. Y
combinan el sombrero con camisetas desbocadas de talla extragrande, bermudas
ultracortos y chanclas. Y luego el hortera soy yo, que llevo el sombrero
levemente inclinado sobre la frente. Pobrecitos.
Antes de
acabar maldiciendo a estos muchachos que se dicen peluqueros, estilistas y
gurus de la moda, voy a pasar a la frase-cita, a ver si me sereno y consigo
hacer un comentario digno sobre la recomendación de no hacer acepción de
personas.
«Es mucho más difícil juzgarse uno mismo que juzgar a los
demás. Si logras juzgarte correctamente serás un verdadero sabio» (Antoine
de Saint-Exupéry).
Tate, ya
le le hemos pillado, que esta frase-cita no habla de no hacer acepción de
personas, sino de saber hacerla. Casi. Quiero decir que casi me pilláis.
Cuando
uno emite una opinión, un juicio sobre alguien, lo hace, generalmente desde sí
mismo, de su propia postura, desde su propio punto de vista. Así, uno juzga un
comportamiento del otro y puede llegar a permitirse el lujo de acusarle: tú no
estás haciendo esto que yo considero que es justo y deberías hacer, así que
eres un… y ¡plaf!, te suelta el exabrupto con ánimo insultante. Hacer esto es
muy fácil. Y todos lo hemos hecho alguna vez. O muchas. O casi siempre. No me
jugues ni deduzcas mis motivos según tu parecer. Seguro que te equivocas.
Es mucho
más difícil hacer el juicio tratando de ponerse en el lugar, en la piel (en los
zapatos, incluso en las bragas, dicen algunos dichos populares más o menos
atrevidos) del otro, para intentar comprender una actitud, un comportamiento,
una palabra, un modo de vida. Eso lo hacemos poco, muy poco. Y sin hacer esto,
es muy difícil que comprendamos los motivos que hacen que una persona haga tal
o cual cosa, se manifieste de tal o cual manera. Y si no los comprendemos, los
juzgamos, los tildamos con facilidad y displicencia de raros, insolidarios,
imberbes, vándalos, extremistas, retrógrados o lo que nos parezca en cada caso.
Mala cosa
es juzgar a la gente. Decir este es un lirio clavado en una tarrina de
mantequilla de Soria, esa tiene los cascos más ligeros que el vuelo de una
libélula, ese es más impresentable que…, el otro más asqueroso que…, el de más
allá más insolidario que… Mala cosa, repito.
Mejor es
seguir el consejo evangélico de no hacer acepción de personas, de no juzgar y
no ser juzgados. Pero, amigo, es que eso es muy difícil. Y acabamos subidos de
nuevo en nuestra impoluta atalaya moral y señalando a los demás: raro, friki,
insolidario, fresca, desviado, del lado de allá, del lado de acá, de la Cisparacá , de la Transparallá …
Pero
entonces llega don Antonio de San
Exuperio y nos propone un juego. Prueba a juzgarte a ti mismo de la misma
manera que juzgas a los demás. Esto es, subido a la tu atalaya moral y
aplicando el mismo rigor con el que placas a los otros. No durarías mucho,
seguro: tu propia atalaya, tu listón para juzgar a los otros, está tal alto que
no lo superas ni haciendo trampas. Ni siquiera pasándolo por debajo en un
momento de distracción del público. En cuanto te juzgues a ti mismo así, con
esa rigidez, con esa dureza, te darás cuenta de que tienes que ser más
comprensivo, ponerte en la piel del otro (¡pero si es a ti mismo a quien estás
juzgando!) y tratar de comprenderlo (te).
Y
entonces te juzgarás de otra manera, y tus juicios no serán sentencias
condenatorias a perpetuidad, ni tachones imborrables, ni baldones insufribles.
Y te darás cuenta también de que haciendo eso tampoco necesitas lanzar a los
demás tus furibundos ataques, ni considerarás lo que hacen según tus propios
criterios.
Dejarás
entonces de juzgar. Y dejarás de ser juzgado. Y además serás más sabio. Porque
habrás aprendido a perdonarte. Y a perdonar. A comprenderte. Y a comprender. A
quererte. Y a querer.
Y no, no
me gusta hablar de ciertas cosas en Facebook.
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