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Un pensamiento de Antoine de Saint-Exupéry


 
En ocasiones me asalta una duda acerca de si lo que hago será visto como una extravagancia, o si yo mismo resultaré un estrambótico ser. Tonterías absolutas que me duran medio segundo, pero que reinciden cada cierto tiempo. Escribo un blog comentando frase-citas, ¿no seré un poco rarito? Pues qué tontería, el que no quiera, que no lo lea y punto. En el fondo, pienso luego, ¿qué es un extravagante, un raro, un friki? ¿Un tío diferente? Pero si haga lo que haga, siempre habrá alguien que considere que lo que hago es raro, diferente, susceptible de ser puesto en cuarentena por si es contagioso. Prefiero dormir cinco minutos menos y tener más tiempo para desayunar tranquilo. Más de uno me llamará raro por eso. Plancho toda mi ropa. Más de uno considerará que soy un exagerado. Me compré una camisa de flores para el día que firmaba en la Feria, porque mi libro tiene flores en la portada. Cientos de personas pensarán que estoy chalado y que soy un cursi sin remedio. Suma y sigue. 
 
Pasa lo mismo con los horteras. O con los que dictan lo que es hortera y lo que no. Es curioso, pero el que denomina hortera un objeto, una prenda, una actitud, siempre toma distancia, se desmarca: llevar calcetines blancos con zapato negro es hortera, yo nunca nunca nunca lo hago, qué horror, qué espanto, qué vergonzoso desvarío. Caso muy extremo, pero que existe, el de los calcetines. Llevar un sombrero borsalino clásico ligeramente caído sobre la frente es hortera para los chicos de la peluquería de superdiseño que hay al lado de mi casa: ellos los llevan sobre la nuca, bien despejada la cara, que es como deben llevarse, faltaría más, lo otro es hortera, pero lo suyo no. Pobrecitos. Y combinan el sombrero con camisetas desbocadas de talla extragrande, bermudas ultracortos y chanclas. Y luego el hortera soy yo, que llevo el sombrero levemente inclinado sobre la frente. Pobrecitos.
 
Antes de acabar maldiciendo a estos muchachos que se dicen peluqueros, estilistas y gurus de la moda, voy a pasar a la frase-cita, a ver si me sereno y consigo hacer un comentario digno sobre la recomendación de no hacer acepción de personas.
 
«Es mucho más difícil juzgarse uno mismo que juzgar a los demás. Si logras juzgarte correctamente serás un verdadero sabio» (Antoine de Saint-Exupéry).
 
Tate, ya le le hemos pillado, que esta frase-cita no habla de no hacer acepción de personas, sino de saber hacerla. Casi. Quiero decir que casi me pilláis.
 
Cuando uno emite una opinión, un juicio sobre alguien, lo hace, generalmente desde sí mismo, de su propia postura, desde su propio punto de vista. Así, uno juzga un comportamiento del otro y puede llegar a permitirse el lujo de acusarle: tú no estás haciendo esto que yo considero que es justo y deberías hacer, así que eres un… y ¡plaf!, te suelta el exabrupto con ánimo insultante. Hacer esto es muy fácil. Y todos lo hemos hecho alguna vez. O muchas. O casi siempre. No me jugues ni deduzcas mis motivos según tu parecer. Seguro que te equivocas.
 
Es mucho más difícil hacer el juicio tratando de ponerse en el lugar, en la piel (en los zapatos, incluso en las bragas, dicen algunos dichos populares más o menos atrevidos) del otro, para intentar comprender una actitud, un comportamiento, una palabra, un modo de vida. Eso lo hacemos poco, muy poco. Y sin hacer esto, es muy difícil que comprendamos los motivos que hacen que una persona haga tal o cual cosa, se manifieste de tal o cual manera. Y si no los comprendemos, los juzgamos, los tildamos con facilidad y displicencia de raros, insolidarios, imberbes, vándalos, extremistas, retrógrados o lo que nos parezca en cada caso.
 
Mala cosa es juzgar a la gente. Decir este es un lirio clavado en una tarrina de mantequilla de Soria, esa tiene los cascos más ligeros que el vuelo de una libélula, ese es más impresentable que…, el otro más asqueroso que…, el de más allá más insolidario que… Mala cosa, repito.
 
Mejor es seguir el consejo evangélico de no hacer acepción de personas, de no juzgar y no ser juzgados. Pero, amigo, es que eso es muy difícil. Y acabamos subidos de nuevo en nuestra impoluta atalaya moral y señalando a los demás: raro, friki, insolidario, fresca, desviado, del lado de allá, del lado de acá, de la Cisparacá, de la Transparallá
 
Pero entonces llega don Antonio de San Exuperio y nos propone un juego. Prueba a juzgarte a ti mismo de la misma manera que juzgas a los demás. Esto es, subido a la tu atalaya moral y aplicando el mismo rigor con el que placas a los otros. No durarías mucho, seguro: tu propia atalaya, tu listón para juzgar a los otros, está tal alto que no lo superas ni haciendo trampas. Ni siquiera pasándolo por debajo en un momento de distracción del público. En cuanto te juzgues a ti mismo así, con esa rigidez, con esa dureza, te darás cuenta de que tienes que ser más comprensivo, ponerte en la piel del otro (¡pero si es a ti mismo a quien estás juzgando!) y tratar de comprenderlo (te).
 
Y entonces te juzgarás de otra manera, y tus juicios no serán sentencias condenatorias a perpetuidad, ni tachones imborrables, ni baldones insufribles. Y te darás cuenta también de que haciendo eso tampoco necesitas lanzar a los demás tus furibundos ataques, ni considerarás lo que hacen según tus propios criterios.
 
Dejarás entonces de juzgar. Y dejarás de ser juzgado. Y además serás más sabio. Porque habrás aprendido a perdonarte. Y a perdonar. A comprenderte. Y a comprender. A quererte. Y a querer.
 
Y no, no me gusta hablar de ciertas cosas en Facebook.

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