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Un pensamiento de Henrik Ibsen


 
El otro día tuve un pálpito. Durante la Feria de Frankfurt, que se ha celebrado esta semana que concluye, es tradicional que se haga público el fallo del Nobel de Literatura. Corría el rumor este año de que recaería sobre un escritor joven y guapo (más joven y más guapo que lo eran la mayor parte de los escritores varones premiados con tal distinción cuando lo recibieron), con una obra pequeña pero de gran calidad, poco conocida aún por el gran público y publicada por una editorial sectorial. 
 
Me vino inmediatamente a la cabeza una cita bíblica, Mateo 26,22b, que se repite un poco más adelante, en Mateo 26,25b. Se trata de la pregunta que hacen los discípulos a Jesús durante la Última Cena, y que ha dado lugar a un gran chiste: “¿Acaso seré yo, Señor?”. Finalmente se lo han dado a un señor chino con cara y nombre de bien alimentado. La respuesta, pues, era la de la primera cita bíblica: “No, tú no”.
 
Ínfulas y desvaríos, estos míos del Nobel, que provienen de un exceso de inactividad, motivada a su vez por una infortunada lesión. Sí, una lesión. Resulta que el otro día, el jueves 4, limpiando en casa, mientras sacaba brillo a una metálica lamparilla de aceite (no es antigua, debe de ser de Ikea, a juzgar por el resultado) aparecióseme un genio de oronda figura y chisposa verborrea, que se ofreció a concederme un único deseo, ya que andamos en tiempos de crisis y reducciones. Le dije, tras mucho pensar, que quería sentirme por una vez en la vida como un futbolista famoso (no di nombres, en esto de los futbolistas el vocablo genérico me sirve para mis propósitos), y le pedí que me concediera una de las cualidades de las que suelen caracterizarlos. Con una sonrisilla malévola me dijo: “Mañana por la mañana la tendrás”. Y así fue: de camino al trabajo, aún de madrugada madrugadísima, mi gemelo izquierdo se partió en dos, y rápidamente los médicos me confirmaron que tengo una rotura fibrilar en el gemelo interior izquierdo. Lesión de futbolista. Yo que soñaba con la cuenta corriente, o en su defecto con la novia resultona recauchutada… Y no debo quejarme, que todavía me viene el genio y me cambia la lesión por el estilismo indescriptible o por la exigua capacidad expositiva y apañao voy...
 
En fin, aclaradas mis dos grandes novedades de la semana, esto es, que me han sido nuevamente denegados la gloria literaria y la riqueza pecuniaria, sigo en mi monotonía y ataco una nueva frase-cita, proporcionada en esta ocasión por la excelsa Agenda San Pablo 2012:
 
«Grande o pequeño, todo hombre es poeta si sabe ver el ideal más allá de sus actos» (Henrik Ibsen).
 
Breve será el comentario de esta frase-cita del gran don Enrique. Le agradezco enormemente que me incluya en la categoría de los poetas. En realidad mis versos son tan poca cosa que no merecen tal calificación. No es por mis versos, sino por mis Momentos de sabiduría por lo que me autoincluyo a empujones en el grupo establecido por don Enrique. Porque está claro, meridianamente claro, nítido y diáfano como el agua clara cristalina, como una mampara de ducha después de pasarle el sillybang, como un cristal refrotado con cristasol y periódico, que yo no soy el resultado del libro, ni su reflejo. Que mis actos no siguen los consejos que están escritos, porque los consejos salen de mí para volver a mí, para dirigirse a mí, para señalarme y decirme: no es lo que haces lo que vale, sino el ideal que has dejado impreso en estas páginas. Porque si cumpliera todo lo que dice el libro, sería santo, pero no de apellido, sino que estaría en el cielo. No sabía que fueras tan profundo, me dijeron. Y no lo soy, no lo soy.
 
Me incluyo, pues, en el grupo de los poetas de don Enrique. De los pequeños, claro. Si no, me hubieran dado el Nobel a mí, y no al chino.
 
Diríase que estoy travieso, hoy.

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