Menos mal
que no me creo demasiado ninguna de las profecías que me llegan, porque si no,
ahora mismo estaría en un trance complicado: según cierto calendario, esto se
acaba y ya no tengo nada más que decir, y según el horóscopo que publicaba ayer
el periódico, en un breve plazo de tiempo me caso y ya no tengo nada más que
decir. Ya una amiga se encargó en una ocasión de propalar por mi oficina un
falso rumor que me involucraba en un enlace nupcial. Sabiendo que el fax se
recibía en recepción y que toda la empresa tenía acceso a él, mi compañera
escribió el siguiente texto, con un cuerpo de letra normal hasta las últimas
palabras, en las que cambió a una tipografía extrabold en cuerpo 72: «Aunque
debería estar enfadada porque me he enterado por terceras personas, para que
veas que las buenas noticias no me enfadan, sino que me alegran, ¡enhorabuena!,
que seáis muy felices». Durante varios días algunas personas en la oficina me
miraban de soslayo, como esperando que les fuera a contar alguna noticia
inesperada… que nunca llegó.
Lo que sí
llega, recurrente y siempre fiel a su cita, es el mes de diciembre, y con él, la Navidad y el fin de año.
Llega el momento de poner belenes, con o sin animalitos, y decoraciones (este
año me he dedicado a colgar angelitos por todas partes), de hacer compras
extraordinarias (menos, pero también), de pensar en menús, postres, centros de
mesa, organización de eventos…, de ensayos y cánticos varios, de escribir y
recibir felicitaciones y deseos. Todo esto, y más cosas, me tienen siempre
corriendo (así compenso el incremento abdominal que me provocan los polvorones
de Tordesillas y otros manjares), contento, pero corriendo. Y correr tiene un
doble riesgo: estresarme y dejar de sonreír, y descentrarme y dejar de sonreír.
Porque todo lo que hago, todo lo que hacemos para que la Navidad sea como siempre,
o mejor que siempre, o distinta de la de siempre, pero Navidad, tiene un
sentido, tiene un porqué, tiene un origen y tiene un fin. Y eso, que es lo
importante, es lo que no debemos olvidar. Nunca. Me lo recordaba la
felicitación navideña de una muy admirable mujer, que siempre se despide de mí
dándome las gracias por mi amistad, cuando es ella la que me honra cada vez que
se dirige a mí.
Que no
nos suceda lo que dice la grandísima poeta, que no poetisa (ella no quería):
«En Semana Santa
sucede lo que con la Navidad.
En Semana
Santa
se
olvidan de quien muere»
(Gloria
Fuertes).
Que no
nos suceda el olvido del que habla rotunda esta gloriería. Que en el hueco que
el olvido prepara venga el colchón mullido de nuestra humanidad doliente y
reconozca siempre la necesidad del niño:
«Nace aquí, Dios, donde más falta hace.
Donde más urge tu presencia pura.
En esta soledad, en esta anchura
–pecho quise decir–, ven Dios y nace.
Deja el portal de siempre, donde pace
su rutina la bestia y su pastura.
Sin
ángeles ni reyes, en la dura
tierra de
mí, tiéndete Dios y nace.
Vienes a
cruz, a cruz vete avezando:
Nada más
cruz ni nada más martillo,
ni más
hiel, ni más clavo, ni más pena.
Matraca
de mis huesos repicando
gloria a
ti, corazón o caramillo:
Yo tu
Belén y tú mi noche buena»
(José
Luis Tejada).
Que
vuelvan el asombro agradecido, la sonrisa iluminada, la gratitud y la
inocencia, la bendición eterna:
«El alba tomó cuerpo en ti figura,
el aire se hizo carne, los rosales
desangraron sus rosas virginales
para crear tu piel silente y pura.
Desparramó
la brisa su ternura,
la luz
cuajó en tu forma sus cristales,
la luna
derramó sus manantiales
para
crear en ti nuestra ventura.
Divinidad
que, tan pequeña y suave,
se hace
niña en tu carne redentora,
en lo
infinito ni siquiera cabe.
En ti la
eternidad tiene su aurora,
en ti
nada se halla que se acabe,
oh alba
de Dios que entre la paja llora»
(Rafael
Morales).
Y que
tengamos, al menos, fresco el deseo de felicidad, puro el anhelo de paz, presto
el ánimo de fraternidad, y tendida la mano, franca la mirada y abierta la
sonrisa.
Feliz
Navidad de nuevo.
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