Hola, corazones
Una de presumido: Cada vez que sale en una conversación el tema de la edad, alguien acaba diciéndome que aparento menos edad de la que tengo, a lo que yo contesto, con una broma recurrente pero que sigue sonando a nueva, que «duermo en la nevera», pues el frío conserva. Nada más cierto esta semana, en que ni con todos los sistemas de calefacción funcionando a toda potencia (horno incluido) he logrado templar siquiera la más pequeña de las habitaciones (generosa denominación) de mi casa. Claro que, helado como ando, yo no me veo más guapo, sino más encogío y mocoso…
Esto me ha llevado a una reflexión que me resulta muy dolorosa. Si tanto frío tengo, y estoy bajo la influencia de varios chorros de aire caliente, ¿qué no tendrá esa gente que veo por las mañanas envuelta en cartones o mantas raídas en las céntricas plazas y calles por las que paso hasta llegar a Metrosauna desde San Bernardo a Villaverde? ¿Qué no tendrá el que, incluso formalmente vestido, no hurga ya en los cubos de basura de los grandes centros comerciales o de los supermercados del barrio, sino en los cubos de mi propia calle? ¿Qué no tendrá el que no veo, porque está en su casa, pero no tiene ni chorros de aire ni radiadores ni agua caliente ni nada de nada?
¿Y qué he de hacer cuando lo veo, cómo ayudar para que esa situación que desestabiliza al más hierático de los humanos (y de los inhumanos) no solo no siga generalizándose, sino que vaya disminuyendo en cantidad y frecuencia hasta desaparecer de modo definitivo? ¿Basta con que cuelgue desagradabilísimas fotos en mi perfil de facebook? ¿Basta con que suscriba un euro diario con cada una de las ONG que me solicitan tan pequeña aportación? (Claro que si multiplicamos el número de voluntarios que nos asaltan por las calles o por correo electrónico y postal por 31 euros igual tenemos problemas de solvencia). ¿Puedo seguir impávido, como si nada, cuando ocurren estas cosas? Si trato de decirme a mí mismo que yo solo no puedo hacer nada, ¿podré volver a mirarme al espejo y reconocerme? ¿Tengo respuestas?
«¿Acaso soy libre si mi hermano se encuentra todavía encadenado a la pobreza?» (Barbara Ward).
¿Tengo respuestas? No, ciertamente, no las tengo. No tengo claro que dedicarme a llamar a la conciencia de los demás a todas horas, en cuanto tenga ocasión, sea la mejor opción, ya que puede ser visto por los demás como una agresión. Y puede estar encubriendo realmente un subterfugio para acallar mi propia conciencia. Pero tampoco puedo pretender cerrar los ojos para no ver aquello que existe y no me gusta, porque sé que existe, y sé que no me gusta, y sé que es fácil, muy fácil, que me olvide de ello solamente con mirar para otro lado con la falange proximal del índice bajo la nariz como evitando el asquito… No tengo claro que denunciar las riquezas de otros, o el uso de los presupuestos y patrimonios de otros en cosas que considero «equivocadas» no sea poco más que un ejercicio de demagogia que llena el aire de palabras hueras, despierta un «oh» de admiración estólida en coros de seres fatuos y me pemite irme a casa a dormir. Pero tampoco puedo defender que quienes administran esos bienes, esos presupuestos, esos patrimonios, no tengan un mínimo, como mínimo, de sensibilidad y de humanidad.
No tengo claro que afiliarme a la primera organización que me lo pida, o entregar una aportación periódica a una causa, o firmar contra el hambre, el sida o la pobreza (¿¡alguien podría firmar a favor...!?), o comprar el primer calendario de desnudos solidarios que me ofrezcan, o dedicar parte de mi tiempo (¿de veras es mío?) a una actividad de voluntariado, sirva para poco más que para sedarme. Pero pienso también que más vale algo que nada, que si tacita a tacita puedes comprar unos pendientes (Carmen Maura dixit), el camino se hace dando pasos, el amor aumenta dándolo y la humanidad se humaniza cuando se mira a los ojos y se unen las manos. Y que dos euros no son nada, pero es mejor contar con ellos, y con otros dos, y con cabezas que piensen la mejor manera de compartirlos, y con manos que hagan realidad los proyectos que ayudan a que esos dos euros se multipliquen por millones en sonrisas, salud, dignidad, vida, alimentos, trabajo, libertad…
Sé que no estoy contestando a la pregunta de doña Bárbara. ¿O sí? Porque, si mi corazón y mi mente me dicen que tengo que hacer algo y mi conciencia, aun escasa y poco desarrollada, me pide que ese algo no sea un gesto que me excuse de mi verdadera responsabilidad, es que mi libertad se ve amenazada, cortada, bloqueada ante esas situaciones de pobreza, de injusticia, de inhumanidad. Y si me debato entre la solidaridad, la caridad, la misericordia, la compasión, la compartición (artículo nuevo en el Diccionario dela RAE , ¡por fin!), es porque hay
algo que me dice que no puedo ser libre, completo, feliz, coherente, pleno,
etc., sin poner de mi parte todo lo que pueda para ayudar. Una pequeña moneda
de viuda en el cepillo o una multimillonaria cesión de derechos de imagen de
futbolista, da igual. Lo importante es ayudar, ya hacerlo bien.
Una de presumido: Cada vez que sale en una conversación el tema de la edad, alguien acaba diciéndome que aparento menos edad de la que tengo, a lo que yo contesto, con una broma recurrente pero que sigue sonando a nueva, que «duermo en la nevera», pues el frío conserva. Nada más cierto esta semana, en que ni con todos los sistemas de calefacción funcionando a toda potencia (horno incluido) he logrado templar siquiera la más pequeña de las habitaciones (generosa denominación) de mi casa. Claro que, helado como ando, yo no me veo más guapo, sino más encogío y mocoso…
Esto me ha llevado a una reflexión que me resulta muy dolorosa. Si tanto frío tengo, y estoy bajo la influencia de varios chorros de aire caliente, ¿qué no tendrá esa gente que veo por las mañanas envuelta en cartones o mantas raídas en las céntricas plazas y calles por las que paso hasta llegar a Metrosauna desde San Bernardo a Villaverde? ¿Qué no tendrá el que, incluso formalmente vestido, no hurga ya en los cubos de basura de los grandes centros comerciales o de los supermercados del barrio, sino en los cubos de mi propia calle? ¿Qué no tendrá el que no veo, porque está en su casa, pero no tiene ni chorros de aire ni radiadores ni agua caliente ni nada de nada?
¿Y qué he de hacer cuando lo veo, cómo ayudar para que esa situación que desestabiliza al más hierático de los humanos (y de los inhumanos) no solo no siga generalizándose, sino que vaya disminuyendo en cantidad y frecuencia hasta desaparecer de modo definitivo? ¿Basta con que cuelgue desagradabilísimas fotos en mi perfil de facebook? ¿Basta con que suscriba un euro diario con cada una de las ONG que me solicitan tan pequeña aportación? (Claro que si multiplicamos el número de voluntarios que nos asaltan por las calles o por correo electrónico y postal por 31 euros igual tenemos problemas de solvencia). ¿Puedo seguir impávido, como si nada, cuando ocurren estas cosas? Si trato de decirme a mí mismo que yo solo no puedo hacer nada, ¿podré volver a mirarme al espejo y reconocerme? ¿Tengo respuestas?
«¿Acaso soy libre si mi hermano se encuentra todavía encadenado a la pobreza?» (Barbara Ward).
¿Tengo respuestas? No, ciertamente, no las tengo. No tengo claro que dedicarme a llamar a la conciencia de los demás a todas horas, en cuanto tenga ocasión, sea la mejor opción, ya que puede ser visto por los demás como una agresión. Y puede estar encubriendo realmente un subterfugio para acallar mi propia conciencia. Pero tampoco puedo pretender cerrar los ojos para no ver aquello que existe y no me gusta, porque sé que existe, y sé que no me gusta, y sé que es fácil, muy fácil, que me olvide de ello solamente con mirar para otro lado con la falange proximal del índice bajo la nariz como evitando el asquito… No tengo claro que denunciar las riquezas de otros, o el uso de los presupuestos y patrimonios de otros en cosas que considero «equivocadas» no sea poco más que un ejercicio de demagogia que llena el aire de palabras hueras, despierta un «oh» de admiración estólida en coros de seres fatuos y me pemite irme a casa a dormir. Pero tampoco puedo defender que quienes administran esos bienes, esos presupuestos, esos patrimonios, no tengan un mínimo, como mínimo, de sensibilidad y de humanidad.
No tengo claro que afiliarme a la primera organización que me lo pida, o entregar una aportación periódica a una causa, o firmar contra el hambre, el sida o la pobreza (¿¡alguien podría firmar a favor...!?), o comprar el primer calendario de desnudos solidarios que me ofrezcan, o dedicar parte de mi tiempo (¿de veras es mío?) a una actividad de voluntariado, sirva para poco más que para sedarme. Pero pienso también que más vale algo que nada, que si tacita a tacita puedes comprar unos pendientes (Carmen Maura dixit), el camino se hace dando pasos, el amor aumenta dándolo y la humanidad se humaniza cuando se mira a los ojos y se unen las manos. Y que dos euros no son nada, pero es mejor contar con ellos, y con otros dos, y con cabezas que piensen la mejor manera de compartirlos, y con manos que hagan realidad los proyectos que ayudan a que esos dos euros se multipliquen por millones en sonrisas, salud, dignidad, vida, alimentos, trabajo, libertad…
Sé que no estoy contestando a la pregunta de doña Bárbara. ¿O sí? Porque, si mi corazón y mi mente me dicen que tengo que hacer algo y mi conciencia, aun escasa y poco desarrollada, me pide que ese algo no sea un gesto que me excuse de mi verdadera responsabilidad, es que mi libertad se ve amenazada, cortada, bloqueada ante esas situaciones de pobreza, de injusticia, de inhumanidad. Y si me debato entre la solidaridad, la caridad, la misericordia, la compasión, la compartición (artículo nuevo en el Diccionario de
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