Pido
disculpas por mi desidia, mi dejadez y mi desgana aparente al no haber sido
fiel a mi cita semanal el viernes pasado. La circunstancia que me lo impidió es
ligeramente frívola, pero quizá sea comprensible. Dado que el jueves fue mi cumpleaños,
tomé la determinación de reunirme con mi familia primero y con un grupo de
amigos después, en lugar de encerrarme en casa, ante la pantalla, para escribir
mi habitual comentario. Supongo y espero esta justificación merezca la
indulgencia, si no plenaria, sí de la mayoría de los lectores.
Podría
contar muchas anécdotas del período navideño, o explayarme en mis éxitos en la
cocina, que alguno que otro he tenido, o hacer una larga lista de mensajes
recibidos, desde los má estremecedores hasta los más cursis, pasando por los
más groseros. Podría hablar del frío que se apodera de mi cuerpo, de mi casa e
incluso de mi piel (todo el mundo me dice que parezco más joven, debe de ser
porque el frío me conserva), de las huelgas que no cesan, del agobio de las
compras o del brillo de las velas.
Pero no.
Me voy a quedar con la imagen de esta mañana, una imagen que no me detuve a
retratar porque no llevaba la cámara encima y con mi teléfono no hubiera
resultado nada llamativa. Pero ver cómo la luz de la farola pugnaba por avanzar
entre las hojas de los árboles y la densa niebla que todo lo cubría era de una
belleza de las que te pone en peligro: el mejor sitio para verlo es justo en
medio de la calzada, con el riesgo que tiene de caer bajo las ruedas de algún apresurado
conductor más interesado en no llegar tarde que en el romanticismo de la lucha
de la luz contra su entorno. Así que, finalmente, tuve que seguir camino. Y
llegué a tiempo a trabajar. Pero con una imagen espectacular en la retina.
No es que
nada de esto tenga demasiado que ver con la frasecita que propongo hoy, pero me
apetecía contarlo.
«Todo el mundo trata de realizar algo grande, sin darse cuenta
de que la vida se compone de cosas pequeñas» (Frank A. Clark).
Frasecita
de un dibujante y escritor estadonidense que no tenía yo el gusto de conocer, y
que aparece en la maravillosa y flamante aún, de puritita nueva, Agenda San
Pablo 2013, concretamente en el día 6 de enero, fiesta de la Epifanía del Señor, o de
Reyes, como la llamamos más comúnmente. Frase-cita que tiene mucho que ver con
el día, y con el tiempo.
Todo el
mundo trata de realizar algo grande, por ejemplo, un regalo grande, que
demuestre a las claras que nos hemos gastado mucho dinero y queremos mucho a la
persona a la que se lo regalamos. Todos queremos quedar como Reyes con nuestro
más refinado oro, nuestro más exquisito incienso, nuestra más delicada mirra.
Todos queremos que se vea bien la marca del envoltorio, el lazo grande y
dorado, la etiqueta con el nombre del destinatario, el papel más llamativo, la
prosperidad de nuestro bolsillo o la insensatez de nuestro, si bien generoso,
excesivo dispendio. Y no nos damos cuenta de que, a veces, el beso a tiempo, al
llegar, y no una hora después, la mirada atenta, el vaso de agua fresca, la
sonrisa a punto, la compañía…, o un breve escrito, una tarjeta, un simple
lapicero, una caja de cartón con ruedas, una muestra de colonia o un sencillo
librito de pensamientos pueden ser más que todo el oro, todo el incienso o toda
la mirra. Porque son las pequeñas cosas las que componen la vida. Y aunque sean
importantes los gestos, los días festivos, las reuniones, la ocasión universal
de regalar sin sonrojo, más importante que el regalo en sí, o que la magnitud
del mismo, es su pequeña sencillez, su cotidiana presencia…
Todos
queremos hacer cosas grandes: escribir grandes novelas, protagonizar heroicas
hazañas, conseguir discos de platino a cada hora, conquistar reinos y
princesas, montar el corcel más brioso, ganar la carrera más laureada, edificar
palacios, llenar museos, explorar territorios, descubrir nuevas especies de
dinosaurios, erradicar enfermedades infecciosas, derrotar ogros y fantasmas,
convertir la pobreza en prosperidad… Hasta morir defendiendo nuestra fe,
nuestra patria, nuestra familia…
Pero
todas la grandes cosas se construyen poco a poco. No se escribe una novela el
primer día que se pone uno ante un folio, ni se pone a un auditorio en pie el
primer día que abre uno la boca y suelta un lalalá. No por mucho decir
jayosilver (o como sea) va uno a saber montar a caballo como nadie, no por
mucho retar al malo se va este a amedrentar a la primera de cambio. Una
excavación arqueológica requiere mucha gente, mucho tiempo, mucho pincel y
muchas horas moviendo polvo, tragando polvo, haciéndose polvo la espalda y las
rodillas. Una investigación biomédica requiere mcuha paciencia, mucho tiempo,
muchas pruebas, mucho ensayo y mucho error, dejándose la vista, las manos y el
cerebro en cada intento. Una princesa no se conquista en el primer beso salvo
en los cuentos, y además tiene que estar dormida, y un ogro no se cae de las
nubes salvo en los cuentos, y hacen falta muchas plantas de habichuelas para
lograrlo.
Son las
cosas pequeñitas las que hacen que al final tu princesa esté a tu lado y ambos
habitéis vuestro palacio, las que hacen que al final tu nombre acabe impreso en
la portada o en los créditos, las que hacen que al final te hagan merecer
aquello por lo que te afanas, aunuq sea simplemente intentar que las baldosas
estén limpias. Son las cosas pequeñas, las aportaciones menudas, las monedas de
viuda pobre, las que trocan la miseria en esperanza, las que permiten que la
vida recupere todo su sentido.
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