Esta es (véase la entrada
anterior) mi semana de aniversario. Durante estos mismos días, hace un año,
viví un cúmulo de sensaciones únicas, diferentes, y en algunos aspectos mi vida
dio, si no un vuelco, que tampoco fue para tanto, sí un cierto viraje de timón.
Dudo mucho, en realidad, de que mi horizonte haya cambiado, aunque ahora parece
que lo vislumbro con más nitidez, quizá porque antes caminaba rumbo al
horizonte pero de espaldas o de medio lado, y ahora diríase que voy más de
frente. Mi cambio de puesto de trabajo, con todas sus zozobras, con todos sus
miedos superados o al menos controlados, con todas mis inseguridades y también
con todo lo que en este año he aprendido, crecido, mejorado… Mi libro, con todo
lo que ha supuesto desde que me lo propusieron hasta hoy, con todas las risas
que he compartido mientras lo escribía, con toda la ilusión que me ha hecho ver
el resultado y la increíble respuesta que ha suscitado…
Y sin embargo, y a pesar
de todo esto, llevo toda la semana con la cabeza más puesta en otra cosa, que
me hace sentirme más prosaico y mundano: no hago más que pensar en lo que voy a
cocinar la próxima vez que tenga que hacerlo, que es mañana mismo. Cocino poco,
porque entre semana como de menú y los fines de semana procuro autoinvitarme en
casas donde se come muy bien o agasajarme en lugares de ocio fino y selecta
mesa. Además, mi cocina es tan pequeña… Pero a veces me toca cocinar, en la
casa familiar, y afronto el reto con ganas, con ilusión por aprender, por
experimentar, por hacer platos apetitosos. Dice el evangelio de Juan que
“cuando seas viejo otro te llevará adonde tú no quieras”. “Y te dará de comer
lo que tú no quieras”, añado yo. Lo importante es el modo como esto se hace, y
por qué se hace. En esas procuro hallarme.
Por todo eso, hoy, después de muchos
años comentando frase-citas en este blog, después de un año lleno de consejos
(278 x 10.000), después de mucho dar vueltas a muchas cosas, quiero hacer un
examen de conciencia con la ayuda de una mujer, de una de esas mujeres que se
ha estatuido sin pretenderlo ella una especie de Madre universal:
«No
debemos permitir que alguien se aleje de nuestra presencia sin sentirse mejor y
más feliz» (Madre Teresa de Calcuta).
No, no,
que nadie espere que ahora me ponga a soltar mis acciones pecaminosas, ni a
listar las ocasiones (seguramente tan numerosas como los innumerables mártires
de Zaragoza, o más), en las que no he cumplido con la sabia advertencia de la
beata Madre. Más que repasar mis actos, o los de nadie, quiero reflexionar
sobre lo que significa o puede significar que cualquiera con quien nos topemos
se vaya de nuestro lado sin sentirse mejor o más feliz. Pero, ojo, ¿dice la
Madre «sentirse mejor» porque después de haber interactuado con nosotros la
persona se encuentra más a gusto, o porque se siente mejor persona que antes?
Tomemos,
por ejemplo, la típica vecina cotilla que se asoma a la ventana cada vez que
entras o sales y que baja el volumen de su voz cuando tú hablas por teléfono a
ver si se entera de lo que cuentas… Para que se sienta mejor, más satisfecha en
su atención para contigo, quizá deberías hablar por teléfono más alto y más
despacio, repitiendo los conceptos importantes para que no pierda comba y le
quede todo diáfano como la aurora. Pero para que se sienta mejor persona quizá
tienes que hacer un esfuerzo mayor, que incluye una dosis de comprensión hacia
su soledad y su aburrimiento intelectual, una dosis de sociabilidad y de
educación, unas cuantas dosis de paciencia… Nada, que no, que si tuviera una
vecina de esas, no podría, Madre, acabaría por fulminarla con mi mirada más
agresiva.
Tomemos
otro ejemplo, también hipotético. Imaginemos a alguien con quien tienes que
tratar a diario, por ejemplo en el centro de trabajo, y que en ocasiones
descuida tanto la higiene corporal como las maneras, y habla a gritos,
interrumpe, blasfema, camina por todo el medio del pasillo, entorpeciendo el
paso a todos, ocupa durante horas la fotocopiadora y se demora en exceso en las
tareas más sencillas. Quizá para que se sintiera más a gusto, en su salsa,
digamos, deberías, también tú, dejar de ducharte una temporada y comenzar a
hablar a gritos lanzando chascarrillos socarrones al verle. Pero claro, eso no
va contigo, no es tu estilo, ni tu manera de ser, y te provocaría sarpullidos
en el alma hacer tal cosa. También podrías, con paciencia, demostrarle que se
puede hablar en otro tono, que no es necesario hacer mención de la defecación
cada quince palabras para hacerse entender, regalarle pastillas de jabón y
botes de colonia, ayudarle con las fotocopias, interesarte por su técnica de
doblado de papel de cartas… Vaya, otro fracaso. Na, que no, que no puedo con
eso, Madre.
Podemos
tomar más ejemplos: un niño caprichoso, un ancianito olvidadizo y cabezota, un
conocido impertinente, un subordinado respondón y desobediente, un botellonero
invasor y agresivo, una amiga absorbente y posesiva, una señora proclive a imitar tus dolencias…
Pues,
hijo, tendrás que intentarlo. Pero no te centres en todos esos casos
hipotéticos, tan difíciles como improbables en tu vida cotidiana... Y no
pierdas de vista lo más importante. Que no es si te cotillea o te espía, si
huele mal o grita mucho, si tal o cual cosa, si hace o no hace, si tiene tal
cosa o tal otra, si actúa de tal o cual manera, si tiene tal o cual
característica, o defecto, o cualidad… Lo más importante, lo que subyace detrás
de la frasecita de la Madre Teresa, del ejemplo y la enseñanza de la Madre
Teresa, lo que la Madre Teresa quiere transmitir, es que ser bondadoso con
alguien, con cualquier persona que te encuentras, y hacer que se sienta contigo
más feliz y que se vaya de tu lado sintiéndose más a gusto y mejor persona, es
la mejor manera de que tú también seas mejor persona, más feliz.
Y más
aún, siendo creyentes: en cada persona que se te acerca, en cada persona que se
va de tu lado más feliz, sintiéndose más a gusto y mejor persona, está Dios
mismo. Y no es de recibo tratar a Dios de otro modo. Claro que esto da para
otro examen de conciencia…
Comentarios