No sabía cómo empezar esta semana cuando mi teléfono comenzó a dar campanazos uno detrás de otro. La campana es el sonido que tengo puesto en el móvil para que me avise de que me ha entrado una llamada, un mensaje en el guachap, o alguna que otra notificación. La mayor parte de la gente que conozco tiene un silbidito que suena como turu turúru, que no me gusta nada. Y una amiga y compañera tiene el clásico ding dong del timbre de la puerta de una casa. Me descuadraría tal sonido si supiera cómo suena mi timbre, pero soy como la vecinita de enfrente, nadie se acerca a mi reja, nadie toca mis cristales, nadie a mi puerta se acerca…
Bueno, pues el caso es que comenzó a dar campanazos, y al cabo de un rato miré, y me encontré con que me estaban entrando un montón de notificaciones de ¡twitter! Y eso que sólo llevo semana y pico de cliente en esa red, y todavía no sé ni cómo funciona, ni cómo manejarme, ni cómo hacer casi nada… ¡Necesito un tutorial para bobos! Pues resulta que me ha salido un seguidor al que no soy capaz de identificar pero del que estoy seguro que me conoce (y bien), y de que le conozco. Y desde luego, vistos los perfiles públicos (políticos, periodísticos, musicales, etc.) que sigue, tenemos mucho en común. Y el fútbol en contra: no me gusta. Pero eso es lo de menos. El caso es que no lo identifico. Así que he entrado en un juego que me divierte mucho, que es averiguar quién es.
Como efecto de esa investigación, creo que poco a poco voy a ir conociendo más este rollo del twitter, al que siempre me había negado porque pensaba que te exige estar pendiente de él a cada momento, pero lo que veo es otra cosa. Un mundo muy curioso, que promete ser, si no se me va la olla como es mi costumbre, muy entretenido, divertido incluso. Y además, me propone un reto difícil: ser conciso. Con un plus de dificultad: serlo sin caer en la horripiliancia de la abreviatura onomatopéyica ni en la eliminación absurda de artículos y preposiciones… Veo, además, que si no me engancho de mala manera, si mantengo un cierto control sobre mi actividad y el tiempo que le dedique, me parece twitter que me va a gustar…
Ese alegre pajarito azul que permite que todo el mundo diga lo que le parece, que hace que todo el mundo se sienta libre como un pájaro. (¿Cómo qué pájaro?: ¿como un faisán?, ¿un cóndor?, ¿un cormorán?, ¿un estornino?, ¿una oropéndola?...). ¿Son libres los pájaros? ¿Es libertad decir lo que a uno le salga de la boca, o de la punta del dedo cuando escribe con el móvil? ¿De verdad a alguien le importa lo que pueda decir la parte «hijo de folclórica» o «futbolista tatuado» que desgraciadamente todos llevamos dentro? Muchas preguntas que no tienen contestación. Quizá solo la pregunta sobre si la libertad es virtud aviaria o es solo propia de la parte humana de los seres humanos… Preguntemos a Paz:
Y yo que pensaba que la imagen de las alas era insuperable, don Octavio. Porque, veamos, uno se imagina cautivo, preso, encerrado, y enseguida le viene a la mente la idea de volar como un pájaro, de cantar como un jilguero y dominar el cielo como el águila. Curioso que no identifiquemos la libertad con otros vuelos, como el persistente revoloteo del colibrí, que para libar y no moverse no para de agitar sus alas. El colibrí más bien es el tipo que sabe que a fuerza de revolotear al lado de una bella y sensual orquídea va a conseguir disfrutar de sus «perjúmenes», pero esa es otra historia…
Claro, uno identifica la libertad con el movimiento, o al menos con la posibilidad de moverse a sus anchas, en cualquier dirección… Pero no, dice don Octavio que la libertad, para realizarse, necesita encarnar entre los hombres porque necesita raíces.
Raíces. Que se lo digan a los grandes dictadores de la historia, a los grandes genocidas, a los grandes culpables de las calamidades de pueblos enteros: te saco de tu casa, de tu entorno, de tu familia, y te meto en un gueto, en un campo vallado, en un territorio gélido, a miles de kilómetros de tu tierra, de tu mundo… Te despojo de todo lo que tienes, de todo lo que recuerdas haber visto… Te desarraigo, y dejas de ser libre. O al menos te privo de libertad. Siempre quedará, si lo sabes conservar, un rescoldo de libertad íntima, personal. Los supervivientes de todas esas grandes salvajadas lo saben, lo afirman, lo han vivido…
La libertad necesita encarnar entre los hombres. Curiosa y bonita palabra, encarnar. Tiene muchas acepciones, que tocan temas tan diversos como la caza, el teatro, la escultura, el mundo del espíritu, la teología, la medicina… Pero todas, de una manera o de otra, remiten a la idea que da claramente su origen etimológico: in-carnare: penetrar en la carne, hacerse carne, adoptar las cualidades de la carne, desarrollar la carne, empapuzarse en carne, mezclarse con la carne… Encarnación y libertad…
Encarnación y libertad. No hay libertad sin raíces, dice don Octavio. No hay libertad sin meterse de lleno en la carne de los hombres, en su ser, en su vida… No hay libertad sin hacerse como los hombres, sin hacerse hombre, sin adoptar las cualidades de los hombres, sin desarrollarse como los hombres, sin mezclarse con los hombres…
Encarnación y libertad. No hay libertad, concepto alado, volador y casi siempre volátil, si no se encarna, si no vive la vida de los hombres.
Pura teología esta frase de don Octavio. No sigo, pero el asunto da mucho juego. Invito a participar mediante los comentarios. Con libertad..., encarnada…
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